CUANDO
empecé a trabajar con mi padre en el bote, conocí a muchos pasajeros extraños,
pero ninguno como aquéllos de una tarde de otoño. Primero aparecieron un par de
pingüinos que, muy educadamente, solicitaron nuestro servicio. Mi padre aceptó
cruzarlos siempre que pudieran pagar el pasaje.
—¿Y
por qué no nadan? —quise saber mientras subían.
—¡No
molestes a los señores! —me reprendió mi padre.
—Señor
y señora —intervino la pingüina—, y tu pregunta, jovencito, no molesta. Lo
cierto es que ya estamos grandes para esos menesteres.
—¡Ah!
—dije yo, pero no por la respuesta, sino porque apareció de repente un
elefante.
—¿Cuánto
cuesta el pasaje? —dijo.
—Cien
pesos, aunque no creo que el bote aguante —juzgó mi padre.
—¿Tiene
seguro? —dijo el elefante.
—No.
—Yo
tampoco. —Y su risa sonó como una andanada de artillería. Luego, guiñándome un
ojo, agregó—: ¡Perdón! Lo cierto es que soy más liviano que una hoja. —Y acto
seguido se subió al bote.
A
mitad del río, una fuerte brisa levantó al elefante por los aires, pero, de un
salto que casi nos puso a todos a nadar, alcancé a sujetarlo por la trompa.
—¡Gracias,
muchas gracias! —repetía él sin cesar, y los pingüinos y yo, para su tranquilidad,
completamos el viaje subidos a su lomo.
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5 comentarios:
:-)
Qué gusto da pasar por tu casa y leer lo que escribes.
Un abrazo, Gabi
No hay nada como un elefante simpático y agradecido. Yo siempre lo he dicho.
A mí me da gusto que pases, Torcuato. Gracias.
Gracias, Julio.
Totalmente de acuerdo, Ángeles :)
Saludos funambulescos
Un sueño preciosísimo. Ya quisiera yo soñar así (jejeje).
Besitos.
Seguro lo haces, Sara, sólo que no lo recuerdas ;)
¡Saludos y felices fiestas!
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