EL
HOMBRE arrojó una palada de tierra y recién entonces se dio cuenta de que la
mujer conservaba los ojos abiertos. Sin pensarlo, clavó la pala en el suelo y
descendió al pozo. Una, dos, tres veces pasó su mano por aquellos ojos que,
en otras tantas ocasiones, volvieron a abrirse. Bufó. Durante veinte años ella
nunca le había dado el brazo a torcer, y pese a las limitaciones de su nueva
circunstancia, parecía dispuesta a seguir con su costumbre. El hombre, incapaz
de resignarse a esta última derrota por pequeña que fuese, salió de la fosa
raudamente. Tras desordenar media casa, regresó con el pegamento que su mujer
le había encargado comprar. Leyó el prospecto, le cerró los ojos y,
manteniéndolos apretados, los colmó de adhesivo. Cinco minutos después, al
retirar la mano, la mujer volvió a abrir los ojos con el añadido de que se
clavaron, viva e intensamente, en los suyos. El hombre profirió un alarido al
tiempo que una palada de tierra golpeaba su rostro. Pensó que era eso lo que súbitamente
le vedaba la visión, pero, tras recibir una segunda palada, la mujer dijo:
—Yo
tampoco quería que te entrase tierra en los ojos.
Foto © Desconocido
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