A LA
HORA de la siesta, la ciudad era un horno. Y yo me estaba cocinando en la
esquina de Lavalle y Belgrano, cuando vi que una chica venía caminando hacia mí
con un paraguas abierto. Con este sol eso no tendría nada de extraño, si no
fuera por el hecho de que llovía dentro del paraguas. Era una lluvia tenue, de
esas que mojan al cabo de un rato.
—¿No
sabés si ya pasó el 223? —me preguntó.
—Debe
pasar en cualquier momento —demoré en responder.
La
chica giró una perilla en el mango del paraguas y la lluvia se incrementó de
manera considerable. Se la veía tan a gusto que dolía.
—¡Qué
sol para esta esquina sin sombra! —dije chambonamente al tiempo que me secaba
el sudor de la cara.
—Si
no te importa mojarte… —me susurró la chica, haciéndome un lugar bajo el
paraguas.
Y
de repente oí mi nombre como un eco lejano, y sentí que me zamarreaban y que me
palmeaban las mejillas. Era la impuntual de mi novia.
—¡Estás
empapado!, ¿qué te pasó? —dijo.
—No
le pregunté cómo se llamaba —atiné a contestar.
—¿Cómo
se llamaba quién?
—¡La
chica del paraguas! —exclamé, mientras la observaba ascender, completamente
seca, al 223.
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