jueves, 19 de enero de 2017

A un metro y medio de altura



AL APARTAR la vista del libro, lo veo. Atónito, limpio mis anteojos y vuelvo a mirar. Un gorrión, en efecto, se ha quedado suspendido en el aire. La gente discurre tan abismada en sí misma que nadie más que yo se da cuenta de esta singularidad. A poco, y tras pasarle una mano por arriba para constatar que ningún hilo invisible lo sostiene, noto que el gorrión alterna su mirada entre mi persona y el piso. Me acuclillo para buscar no sé qué, y, justo antes de pararme, descubro fortuitamente algo en su pecho. Entonces, con delicadeza, le doy cuerda.
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El presente texto obtuvo una mención en el IV Certamen de Microrrelatos "Realidad Ilusoria".
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martes, 3 de enero de 2017

Litoral



En el número 262 de la revista «Litoral» (aquélla que naciera en tiempos de la generación del 27), dedicado a los trenes, ha aparecido publicado mi microrrelato «En la estación». La revista, que más que revista es un libro, hace un recorrido por la presencia del tren en el arte y la literatura. En palabras del director:
«Uno de los movimientos artísticos que surgieron en los años veinte propulsado por cineastas y documentalistas soviéticos fue el excentricismo y en su excéntrico manifiesto exclamaban: “Proponemos el estudio de las locomotoras… ¡Enseñaremos a querer la máquina!”.
Casi un siglo después esta revista con noventa años cumplidos se manifiesta de la misma manera, proponiendo un estudio de los ferrocarriles en el arte y la literatura, entendiendo que es la mejor manera de enseñar a querer la máquina…»
Agradezco a los editores de «Litoral» el haberme invitado a abordar (en la sección «Trenes fantásticos», página 206) el presente número. 


En la estación
A LAS TRES DE LA MAÑANA, una mujer salió del armario y me preguntó si faltaba mucho para que pasara el tren. Me quedé mudo, y ante mi descortesía, se metió de nuevo en el armario. No pude más que levantarme y abrir la puerta del mueble, correr para un lado y para otro las perchas, buscar en vano. A la madrugada siguiente, a la misma hora, la mujer reapareció y me hizo idéntica pregunta. En esta ocasión, tras observarla detenidamente —era pelirroja, de ojos grises, y tenía un lunar en el pómulo izquierdo—, atiné a decirle que no sabía, y volvió a marcharse. A la noche siguiente mudé el pijama por mi mejor traje y un ramo de flores. Puntualmente, la extraña salió del armario y formuló su acostumbrada consulta. Le reiteré que lo ignoraba, pero enseguida añadí que si yo fuera un tren, y ella aguardara mi paso, ni volando las vías lograrían retrasarme, y le entregué el ramo de rosas carmesí; entonces adornó su cabello con una de las flores y comenzamos a charlar. Durante varias semanas se continuaron nuestros encuentros al pie del armario: unas veces bailábamos; otras, organizábamos pícnics nocturnos; siempre reíamos. Una madrugada, imprevistamente, me reveló que su boleto vencía esa misma noche y que ya no volveríamos a vernos. Cabizbaja, me preguntó si la echaría de menos. Sonreí. Cuando la puerta del armario se cerró a nuestras espaldas aún alcanzamos a oír el silbato del tren en la lejanía.
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