VE EL POSTE DE LUZ y lo juzga un buen lugar para colgarse. Sin pensar en nada, emprende el camino hacia él. Al rato le parece que el poste está más lejos que al principio. Se detiene, se rasca la cabeza, y retoma la marcha con paso enérgico. Tras unos minutos, vuelve a pararse. Observa el camino andado, luego al poste; bufa y rebufa. Toma aliento, y comienza a trotar. Varios cientos de metros después, su meta se ha empequeñecido aún más en la lejanía. Se refriega los ojos, se acuclilla, impreca, se yergue, y se echa a correr como si le siguiera el diablo. Se le van mares por la piel y siente un pez muerto en la boca. Pero no deja de correr. Se vuelve todo piernas a pesar del dolor que lo atenaza. Y se da a llorar como un niño o un cobarde. Y de improviso, cuando el poste se extingue en la distancia, ya no siente nada: ni pena, ni soledad, ni temor. Salvo la inercia de seguir corriendo más allá de su cuerpo abandonado junto al poste.
El presente microrrelato ha obtenido una mención en el concurso del sexto aniversario de Las Historias, que debía tomar como disparador la imagen que ilustra el post.