sábado, 13 de abril de 2019

Elogio de la cordura



MI MUJER me despertó porque había escuchado ruidos en el desván. Sin dirigirle la mirada, le dije que seguramente eran producto de su imaginación, pero una retahíla de clacs, clacs, clacs se confabularon para desmentirme. No tuve más remedio que calzarme las pantuflas y seguir su concejo de hacerme con el palo de hockey del placar.
A poco de salir del dormitorio, caí en la cuenta de que nuestra casa carece de desván. Lo que, concatenadamente, me llevó a cuestionarme el uso de la palabra «nuestra», porque, aparte de vivir solo —y no practicar deporte alguno—, yo jamás tuve esposa. No obstante, al regresar a mi habitación, me preguntó por el origen de los ruidos. Tras observarla por vez primera, atiné a endilgárselos a una ventana mal cerrada, además de rezar en silencio para que ella fuese igual de consistente que aquel palo de hockey que aún persistía entre mis manos.
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El presente texto forma parte del libro «Brevedades. Antología argentina de cuentos re-breves» (Gardella, 2013, página 19).
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jueves, 21 de marzo de 2019

En el pasillo



LA MANO DE ALEX abandonó la tibieza de las frazadas para apagar el despertador. «Un día de estos, se decía, voy a apagar el reloj, me voy a hundir nuevamente entre las frazadas y voy a seguir durmiendo; pero, agregó en un suspiro, no hoy.» Alex ganaba una miseria en su trabajo y no podía darse el lujo de perder el premio por presentismo. Sin esa plata, tendría que elegir entre dejar de pagar la luz o el gas, o quedarse cuatro o cinco días sin comer. Así que Alex se levantó como todas las madrugadas y combatió los restos del sueño, que aún después de lavarse la cara le persistía, con un café bien cargado. Eran las cuatro y ya estaba listo para patear las cinco cuadras hasta la parada del colectivo. Constató que el gas estuviera cerrado y abrió la puerta que daba al largo pasillo común que llevaba a la calle. Entonces lo vio. Había un león acostado en el pasillo. Cerró la puerta con un golpe y el animal levantó la cabeza. Alex se preguntaba si aquello sería un sueño, si inconscientemente había cedido a su deseo de faltar al trabajo. «¡Imposible!», exclamó. Necesitaba la plata y la única manera que tienen los pobres de conseguirla es partiéndose el lomo. Morosamente, Alex volvió a abrir la puerta. Sólo una luz del grosor de un libro flaco. El león estaba mirando hacia la puerta y lo vio. Ambos se vieron, se miraron a los ojos y se quedaron perplejos por un instante. Alex volvió a cerrar la puerta. «¿Se habrá escapado de algún circo?», se preguntó, al tiempo que sacaba el celular del bolsillo de la campera. No tenía señal. Miró la hora, las 4:07. Ocho minutos para patear cinco cuadras. Nada mal si saliese ahora, sorteara al león y ganara la calle. «¡La plata, la maldita plata!», resopló. Alex no quería perder el premio y quedarse sin gas o sin luz, y menos aún quedarse sin comer durante una semana. No eran opciones admisibles. ¡No! Así que volvió a abrir la puerta y observó con detenimiento. La fiera en realidad más que un león parecía una parodia de león: descarnado, roñoso, macilento. Y aunque sintió algo parecido a la pena, fue por la pala que le habían prestado hacía meses, junto a otras herramientas, para elaborar la mezcla y revocar la pieza. Esta vez abrió la puerta de par en par. Sin ambages. Llevaba el bolso de trabajo al hombro y la pala en una mano. Había pensado llevar la pala en alto pero enseguida se dio cuenta de que eso habría sido poner en guardia al animal. Entretanto, el león lo miraba de reojo. Alex comprobó que había suficiente espacio para pasar, bien pegadito a la pared, por el flanco derecho del felino. «Parece inofensivo», se dijo, como para darse valor. Y en efecto el león era inofensivo pero el hambre y los malos tratos lo empujaban. Lo habían empujado primero a escaparse del circo, luego a correr en vano tras un perro, y ahora a este pasillo donde desfallecía con la panza soldada al lomo y la boca seca como un desierto. Alex dio un paso y luego otro. Se afirmó de espaldas a la pared. Dio otro paso y de repente, junto a las patas del león, se detuvo. Un escalofrío le transitó la piel como una corriente eléctrica. Entonces se imaginó el recibo de sueldo sin el importe por presentismo. Y volvió a dar un paso y luego otro. Ya casi había sorteado el flanco del león cuando oyó lo que parecía la sombra de un rugido. Como pudo, la bestia se puso de pie; y Alex apretó el paso sin ofrecerle la espalda. El león en verdad estaba a punto de dejarse caer de nuevo al piso, sin ánimo ya de matar por primera vez, cuando Alex instintivamente levantó la pala, y algo recóndito, como el eco de la sabana, se despertó de pronto en el león. Y dio un paso y luego otro, y sacando fuerza de donde no la había, saltó sobre Alex. La pala, entonces, descendió certera y mortalmente sobre la cabeza del animal. Tan certera como la garra del león que a la par le cortó la garganta. Mientras Alex se desangraba, miró al animal, le acarició la desvaída melena, y aún alcanzó a pensar que ambos habían sido víctimas, no el uno del otro, sino de otra cosa.
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El presente relato ha sido publicado en el número 15 de «La sirena varada» (páginas 70-72), que lleva adelante la Editorial Dreamers, de México. La misma puede descargarse desde la web de dicha editorial.
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jueves, 27 de diciembre de 2018

El delicado asunto del tubo de dentífrico



UN DÍA mamá dijo que nuestra casa era un caos y que para revertir tal situación necesitábamos reglas claras. Que no hacer ruido al tomar la sopa, que no dejar entrar al perro a los dormitorios, que a las diez a la cama. Las reglas eran para todos y todos las obedecíamos a cara caída. Pero un día papá simplemente no pudo más. Agarró el tubo de dentífrico, lo apretó por la parte de arriba y nos alentó a que hiciéramos lo mismo. ¡Todo en presencia de mamá! Ella puso el grito en el cielo y, tras achacarle que era un mal ejemplo, le arrebató el tubo y el cepillo de las manos y vociferó:
—¡Acá nadie se lava los dientes si no acata las reglas!
Papá, imitándola en voz y movimientos, también vociferó:
—¡Las reglas, las reglas, todos deben obedecer las reglas o sucumbir!
Yo no sabía qué significaba sucumbir, supongo que Matías tampoco, pero a ambos nos causó tanta gracia que nos echamos a reír. Mamá se puso roja como un volcán en erupción y antes de que las palabras que mascullaba hallasen forma definitiva, papá nos dio un beso y se marchó a trabajar. Lo primero que mamá hizo entonces fue reacomodar el contenido del tubo apretándolo por debajo y observar que nos laváramos los dientes según las reglas. Lo segundo, fue una llamada telefónica.
Cuando a las siete y media papá volvió, no pudo entrar.
—¡Lo siento, cariño —le dijo mamá desde el primer piso y sacando la mitad del cuerpo fuera, al tiempo que meneaba una reluciente llave entre sus dedos—, pero la nueva regla es que quien desobedece las reglas se queda de patitas en la calle!
No sé qué me pasó entonces por la cabeza, pero cuando estaba a punto de lanzarme sobre mamá para darle un empujón, Matías apretó el tubo de dentífrico por arriba vaciando parte de su contenido sobre el parquet.
De la impresión, mamá se cayó por la ventana.
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miércoles, 12 de diciembre de 2018

Los árboles mueren de pie



CAMINO a paso de tortuga. No quiero ir al velorio pero Luciana insiste. «Era tu mejor amigo», dice. Y tiene razón. Hace una semana me había llamado para que nos reuniéramos a jugar al pool, como antes. Le dije que no podía, que tenía que levantarme temprano para llevar los chicos a la escuela. Mentí. Al colegio siempre los lleva Luciana. Me planto como una mula a una cuadra de la sala velatoria, y mi mujer dice: «No tengas miedo, voy a estar a tu lado». Ella está conmigo pero pudo haber estado con él. Hace veinte años jugamos unos partidos de pool que definirían nuestras vidas. Luciana nunca lo supo pero los dos andábamos atrás de ella. Nuestra amistad corría peligro. Dijimos: «El mejor de una serie a cinco partidos tiene vía libre con Luciana, el otro se hace a un lado». Sobra decir que estábamos medio borrachos, pero siempre fuimos tipos de palabra. Cuando metí la bola ocho, que ponía la serie tres a dos, él se quedó sereno e íntegro como un árbol, un poco emulando a la abuela de aquella obra que habíamos leído en el colegio «Los árboles mueren de pie». Luciana me tira del brazo. Yo me casé con ella, tuvimos tres hijos, somos felices. Él permaneció soltero. Y se distanció para no estorbar. El otro día me llamó para jugar al pool. «Un último partido», dijo. Le contesté que no podía. Mentí. Estaba enfermo y le restaban pocos días, supe después. Luciana me ayuda a traspasar el umbral. Pienso que si yo hubiese perdido la serie, me hubiera quedado soltero como él. Así la amábamos. Les damos nuestro pésame a los padres y nos acercamos al féretro. Lagrimeo. Luciana me consuela. Él me llamó para jugar al pool y yo le dije que no podía.
Mentí.
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miércoles, 28 de noviembre de 2018

Tras cuarenta días y cuarenta noches de lluvia



UN HOMBRE CALVO, que flotaba como un ahogado profesional, golpeó ayer a mi puerta. Supuse que la responsable era la corriente, aunque jamás existió corriente alguna en esta calle ni en ninguna otra. No respondí. A veces, pienso que tanta soledad me está volviendo loco; a veces, que debí de haberme ido con los demás…
Esta mañana, el hombre calvo regresó en compañía de una mujer, tres niños y un perro. Todos flotaban de maravillas. Rogué para que pasaran de largo, pero vinieron directamente hasta mi puerta. Y comenzaron a golpear.
—¡Vayan a la casa de al lado que tiene dos baños, tres cuartos para los chicos y hasta una cucha para el perro! —grité de repente, y los golpes cesaron.
Yo no creo en lo sobrenatural. La corriente —en la que sí creo, pese a que no existe—, por suerte, se llevó los cuerpos. Lo que verdaderamente me preocupa ahora son esas, veamos, una, dos, tres… diez familias que se acercan flotando derechito hacia mi puerta.
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jueves, 15 de noviembre de 2018

La niña y los cuerpos astrales



EL HOMBRE puede verse a sí mismo tendido en la calle. Recuerda un dolor en el pecho, como un nudo de espinas, y los árboles y las casas girando a su alrededor. Recuerda, también, el rigor de la vereda al recibir su cuerpo. Y los ojos entreabiertos a los que asomaba una niña. Y de repente la nada.
Y en este verse a sí mismo tendido en la calle, vuelve a asomar aquella niña, quien ahora se acuclilla a su lado parsimoniosamente. «Pobrecita, se va a asustar», piensa, al tiempo que la niña saca unas tijeras y corta la cuerda con la que el alma del hombre aún permanecía unida al cuerpo. Acto seguido, un túnel con una luz al final se abre. El hombre acepta su destino y comienza a adentrarse en la oscuridad. La niña, con una sonrisa de ceja a ceja, sujeta la cuerda que retiene el alma y, decidida, camina en sentido contrario. Al llegar a la esquina, una mujer, con voz firme pero no exenta de dulzura, le espeta:
—Cariño, ¿qué te he dicho al respecto?
La niña baja la cabeza, mueve un pie como si estuviera aplastando un insecto, y alega:
—¡Pero, mamá, es que este de verdad sí se parece a mi papi!
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Foto © Desconocido, Luz al final del túnel
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