INÉS
se compró una blusa igual a la mía. Dijo que era pura coincidencia y que la iba
a estrenar para la fiesta de cumpleaños de nuestra mejor amiga. Pese a que le
señalé que esa prenda no se correspondía con su figura alta y distinguida
—¡tanto como una jirafa!— ni que combinaba con el color de sus ojos —¡saltones
y amarillentos!—, ella no se resignó.
—En
vez de los hermanos, vamos a parecer las hermanas corsas —gruñí.
Inés
me festejó la ocurrencia con una risita en falsete y me subrayó que las blusas
no eran iguales.
—La
tuya es verde y la mía es azul. —Y arqueando las cejas, agregó—: ¡Verde!, vos
siempre tan ecológica.
—¡Hasta
aquí llegamos! —exploté—. ¡Ponete en mi lugar! ¡A mí estas cosas me dan
vergüenza! Así que, aunque yo compré antes que vos la blusa, no la voy a usar;
¿sabés por qué?... Porque no voy a ir al cumpleaños.
Inés
se puso seria.
—A
mí también estas cosas me dan vergüenza, pero no te preocupés; la que no va a
ir al cumpleaños soy yo.
Entonces
nos miramos largamente sin mover un pelo, hasta que, entre lágrimas, convenimos
que unos trapos no iban a interponerse en nuestra amistad. Ninguna de las dos
iría al cumpleaños.
Sobra
decir que ambas concurrimos a la fiesta con nuestras respectivas blusas. Lo que
no sobra decir es que a la cumpleañera la blusa verde azulada que vestía no
sólo le quedaba mejor que a nosotras, sino que, además, la coincidencia le
provocaba auténtica y malsana alegría.
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