MI
AMIGO Juan era un borracho perdido. A tal punto que sufría del famoso delirium
tremens. Pero él no veía insectos, ni monstruos, ni cosas horrendas sino a un
inofensivo elefante rosa. Lo de inofensivo, por supuesto, lo decía él, no su
hígado, que más pronto que tarde lo abandonó en la estacada. ¡Qué buen tipo era
Juan! Por eso me pareció de lo más normal que su abogado me notificase que
estaba incluido en su testamento. Él sabía de sobra que le envidiaba la moto.
No obstante, la moto se la legó a su hermana, que tenía miedo de andar hasta en
triciclo; a mí, en cambio, me heredó su elefante rosa. Juan me había hecho
ilusionar con el único fin de gastarme una broma de mala muerte. Con el
aditamento de referirse al elefante, y no a mí, como «mi más preciado amigo». Al
regresar a mi casa de lo del abogado, cerré la puerta de golpe, y casi al
instante sonó el timbre. No tenía ganas de atender, pero, fuera quien fuese, se
había olvidado de quitar el dedo. «¡Ya me va a escuchar!», chillé, mas al abrir
no pronuncié palabra. Una trompa larga y rosa tocaba el timbre. «Mire —dijo el
elefante a la vez que me tendía un documento—; aunque yo hubiera preferido la
moto, aquí consta que Juan me lo dejó a usted como herencia».
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