SIR
WALTER SCOTT poseía una de las tumbas más antiguas del cementerio. Primorosamente
ornamentada, destacaban sobremanera la efigie del caballero y su escudo de
armas. No obstante, si había algo de lo que sir Walter Scott se sentía
particularmente orgulloso era del epitafio en letra gótica que rezaba su lápida.
No podía ser para menos: durante un lustro antes de su deceso, el concebir una
frase que testimoniara la hondura de su alma se había convertido en su único
fin. Por eso no le extrañaba que la gente se detuviera ante el sepulcro y se
prodigara en adjetivos laudatorios hacia su sabiduría. Pero, últimamente, le despertaba
una inmensa curiosidad aquel anciano que todos los domingos, tras honrar a su esposa,
se detenía ante su lápida con la mirada extasiada. ¿Hasta qué punto, se
preguntaba sir Walter Scott, sus palabras habían calado en el corazón de aquel
hombre? Una mañana, cuando una joven se detuvo junto al viejo y le preguntó qué
decía el epitafio, halló la respuesta: «¡Discúlpeme, señorita, yo tampoco sé
leer!; pero no le parece hermosa la forma en que están grabadas las palabras».
La mujer asintió, y sir Walter Scott esbozó una larga y ambigua sonrisa.
El presente texto ha recibido una mención en la quinta propuesta anual del V Certamen de relato corto para mesilla de noche que organiza el sitio Esta noche te cuento.
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4 comentarios:
Precioso y tierno.
Gracias, Miguel Ángel. ¡Felices fiestas!
Saludos funambulescos
Me ha gustado mucho, la historia en sí y la atmósfera. Felicidades.
Gracias, Ángeles; me alegra que te haya gustado. Y, por supuesto, bienvenida al Elefante.
La idea era esa, Julio: no dar a conocer el epitafio, porque, después de todo lo importante es la historia que se teje aldedor del mismo y no el epitafio en sí. Obviamente, vale decirlo, me inspiré en Kipling. Gracias y bienvenido al Elefante.
¡Felices fiestas para ambos!
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