LLUEVE.
Y un hombre, calvo y de barba, está de pie bajo la lluvia, inmóvil. Nadie más
se atreve a esta inclemencia, a estos relámpagos que ciegan y a estos truenos
que rompen los nervios. De repente, el hombre bajo la lluvia comienza a
inclinarse hacia un lado y hacia otro, según la dirección que tome ésta. Lo
observo más detenidamente y descubro que tiene los ojos cerrados. El viento
arrecia, crujen las ramas de los árboles, y pareciera que aquel hombre fuera a
sumarse al conjunto de hojas que se arremolinan, como peces, dentro del océano
que cae. Pero él permanece anclado al suelo. Indemne ante las fuerzas de la
naturaleza que se agitan a su alrededor. Me pregunto si estará loco, o si será
un valiente. Yo, tan cómodo y tibio en mi quinto piso, y él ahí, calado hasta
el alma; con la sola compañía de mi mirada, que no sé por qué no lo puede
abandonar… Y lentamente, como sucede con las emociones violentas, la lluvia
comienza a amainar. Los relámpagos apagan su fuego y los nervios reposan de los
truenos. Y el hombre continúa de pie, incólume. Caen unas últimas gotas y el
aire se aquieta como un puño de seda. Y el hombre abre los ojos y desaparece.
Inútilmente lo busco por los senderos que se bifurcan. Entonces me paso ambas
manos desde la calva hasta la barba; y me descubro mojado, o mejor dicho,
empapado hasta el alma. Bajo la persiana y voy por una toalla.
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2 comentarios:
Delicioso. Una carga de profundidad.
Aunque quizá también me llegue más porque soy u hombre calvo con barba.
Quién sabe, quién sabe... Gracias, Miguel Ángel.
Saludos cordiales
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