Hay
esa clase de autor, capaz de hacer temblar los cristales de las ventanas, con
la fuerza de su grito, y luego está ese otro tipo de escritor discreto que
prefiere trabajar a partir de una música leve, la insinuación de penumbra y el
susurro. Ambas categorías de autores, tarde o temprano, se verán obligados a
hacer una pausa y levantarse del escritorio para enfrentarse a la temida
pregunta: ¿por qué?
Ya
proceda del interior de uno mismo o del exterior, en un momento dado es
inevitable plantearse las razones de nuestro trabajo. Si uno ―como es mi caso―
tiende por temperamento a practicar las formas breves antes que las extensas,
entonces alguien le pedirá que defina qué es un relato corto, qué elementos lo
componen y cuál es el propósito que nos empuja a seguir construyéndolos.
Se
necesita respirar hondo antes de seguir adelante.
De
modo que cada cierto tiempo somos sondeados para explicarnos y teorizar en
nombre de algo ―en representación de algo― que no sabemos con certeza si existe
o no. Como si los escritores fuésemos representantes o embajadores de un país
legendario llamado Relato, acerca del cual se nos solicita ―no se nos exige,
pues no se nos exige nada al preguntarnos, pero sí se nos solicita con cierta
apremiante amabilidad― que cartografiemos un mapa lo más exacto posible de ese
territorio, con todos sus pormenores orográficos y relieves, de ese lugar
mítico, de ese remoto país, o incluso si se prefiere de ese remoto planeta ―el
planeta llamado Relato―, un poco a la manera de esos robots con sensores y
pinzas parecidos a Wall-E que, en las imágenes emitidas por televisión y que
todos pudimos ver no hace mucho, envió la Nasa a Marte para que exploraran la
superficie del denominado Planeta Rojo.
Con
todo, lo más sorprendente de esas imágenes televisadas, a mi entender, no
estribaba tanto en las imágenes mismas ―con ser ya de por sí bastante extrañas―,
sino en el hecho de que alguien en la Tierra, un comité científico, según tengo
entendido, en cuanto esas imágenes eran transmitidas a través de los monitores,
se apresuraba a darles un nombre. ¿Para qué? Cualquier promontorio o cráter o
minúsculo desnivel o roca de Marte recibía de inmediato un nombre, a veces
alusivo a su aspecto físico, imagino que en un intento de colonizar un
territorio vertiginoso e introducir la palabra humana en ese abismo de tiempo
inmóvil, en el espacio completamente desacralizado de la ausencia de sonidos y
de la mudez más completa.
Casi
todos los cráteres de Marte han terminado siendo bautizados con los nombres de
científicos destacados y novelistas de ciencia ficción, no sin cierto sentido
del humor. Bautizar es dar nombre a realidades tan inciertas que aún nos
resultan chocantes; colocar, en ese espacio analfabeto de la nada silenciosa y
la polvareda del desierto, la cicatriz de un signo o el escándalo de una
sílaba. Tan solo eso. Introducir el orden de la palabra humana y por tanto las
marcas del lenguaje y los mecanismos de la poesía en el desorden sin límites de
la orfandad es lo propio del científico y del creador ―del escritor de
ficciones―, cuya tarea consiste precisamente en abrirse paso con terquedad y
llevar el diccionario hasta el núcleo rojo de ese decorado de ciencia ficción,
de ese pesado aire muerto y de esas playas de pesadilla que según pudimos ver
componen el paisaje agreste de Marte.
Seguimos
respirando hondo.
La
mayoría de las veces, los escritores ―los narradores― nos comportamos también
de esa misma manera que mostraban las imágenes de la Nasa, como radares a la
búsqueda de cualquier indicio de identidad, para de inmediato proyectarnos en
él y darle un nombre (o cambiar el que ya tiene por otro), empleando para ello
esos mismos dos gestos de exploración y bautismo; no nos conformamos con menos;
y yo diría que no solo los escritores, sino también los lectores sensibles, los
estudiosos del tema, los profesores de escritura creativa, los críticos en
medios de comunicación, los blogueros, e incluso los editores, cuando son
editores inquietos dignos de recibir ese calificativo, hacen algo parecido a
esta labor de rastreo.
La
literatura es una especie de caos controlado. Uno se arma de pinzas y de
sensores y se lanza a una aventura incierta en el espacio solitario de la
ingravidez con la intención de nombrar ―y desnombrar― un nuevo planeta teórico
y de este modo detectar las posibles huellas del futuro en nuestro presente.
Todos
nosotros somos como esos radares lanzados a la caza de objetos fascinantes y
desconocidos, alrededor de los cuales nos reunimos y comentamos.
El
intento por nombrar aquello que no sabemos si existe es como tratar de escribir
en la superficie roja de Marte.
Se
nos pide, pues, que entre todos cartografiemos el dibujo de ese mapa. Y resulta
difícil ser precisos en este tema, ya que cada relato que escribimos y que
leemos no deja de ser, en mayor o menor medida, un objeto marciano arrancado de
un planeta inhóspito ―una piedra, un aerolito, un bólido de ceniza y fuego―,
una sustancia que no parece estar puesta allí con ningún propósito determinado,
ni para enseñarnos nada, ni para aclararnos nada, sino más bien con la
intención un tanto incómoda de interrogarnos sobre nosotros mismos y
complicarnos la vida, ya de por sí complicada. La literatura que de verdad
importa no simplifica el mundo, sino que lo vuelve aún más complejo, más
desconcertante.
El
caso es que no podemos vivir sin dar nombre a lo que nos pasa, aunque solo sea
a un pedrusco alienígena del que no sabemos nada, ni cuántos años tiene ni para
qué sirve, ni porqué está colocado así, como de canto. Lo único que sabemos es
que al tocarlo quema, y que es un desafío para nuestro sistema nervioso, y que
en su interior guarda la intensidad de un secreto tal vez cruel, tal vez
emocionante. Igual que ocurre con los buenos relatos, pues el relato, al menos
tal como yo lo concibo, no trata tanto de la revelación de un misterio, sino de
la custodia de ese mismo misterio.
La
literatura no está terminada de hacer. Un libro es algo incompleto, poco hecho,
como la carne. Se acaba en la mente del lector, que es quien completa el
círculo.
Escribir
es una mezcla de rigor técnico y compasión humana.
Hemos
vuelto de Marte. Quién lo diría. Lo hemos narrado. El relato de ese viaje, en
mi opinión, no está ahí para satisfacer una demanda de entretenimiento, ni para
descifrar un enigma, sino para encubrir y prolongar las razones de su misterio.
Usamos las palabras del mundo para referirnos a algo que no es exactamente del
mundo. Por eso es un género que nos fascina y nos perturba y nos sigue
atrayendo de manera irresistible. Como las sirenas a Ulises. Como los cráteres
de Marte.
Ilustración
© NASA/JPL-Caltech
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