Suele
decirse que en toda realidad hay algo más de lo que llamamos realidad. Suele
decirse que lo fantástico es la intromisión violenta, insólita, de un suceso
extraño en el mundo real, la irrupción de lo inadmisible en el seno de la
inalterable legalidad cotidiana o, según Cortázar, el momento inesperado en que
la puerta que da al zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver el prado
donde relincha el unicornio. Suele decirse que el autor debe hacer verosímil lo
inverosímil, conseguir que la narración vacile entre una explicación natural y
otra sobrenatural, sin decidirse por ninguna, creando así la inquietud en el
lector. A los que pertenecemos a esa hermandad minoritaria, casi heroica, que
cree que sólo lo excepcional es digno de ser contado, nos gusta pensar, además,
que la búsqueda de lo insólito, de lo extraordinario, de lo misterioso, de lo
irracional, de lo portentoso, de lo que los griegos llamaban tháumata, los romanos mirabilia y Freud Unheimlich, va unida desde la antigüedad a la creación literaria;
siendo, de hecho, la matriz misma de la literatura, su molde primigenio, el
cuento de los cuentos. En mi opinión, el fantástico es el lugar natural de la
escritura, la maravillosa posibilidad —quintaesenciada—
de inventar mundos diversos, alternativos, imposibles, mundos al revés. Pero
aunque suscriba las palabras de Walter Scott y prefiera los momentos de
delirio, los vagabundeos de la imaginación a todos los tediosos hechos de la
existencia, no se trata de un plan de evasión, de una modesta magia contra la
opresión de una realidad vulgar, asfixiante o aterradora. No se trata solamente
de esto, sino más bien de revelación, de iluminación (como acertó Félix Grande
a identificar los cuentos breves con un fogonazo, a cuya luz vemos de pronto y
por primera vez un rincón apartado que había permanecido entre sombras), se
trata de la facultad de jugar, de agregar algo a la Creación (“enmiendas a los
planes de la Creación” llamó Arreola al fantástico), de suplantarla, de
reinterpretarla mediante enfoques audaces y saltos impensados, mediante
ejercicios libres de la imaginación sin trabas que sitúan al lector sobre la
cuerda floja del espacio y el tiempo, impidiéndole una aceptación sumisa de la
realidad.
Por
otro lado, es cierto que España nunca se ha distinguido por su predisposición a
lo fantástico. Hay quien culpa de esta fatalidad al clima —con
su exceso de sol—, a las circunstancias históricas, a la estructura
social, a la política educativa, a una atávica visión a ras de tierra, a un
inusitado pudor o a todo a la vez. Acerca de este defecto de nacimiento del
país, Álvaro Cunqueiro tenía la impresión de que durante demasiado tiempo ha
prevalecido entre los escritores españoles un miedo paralizante a abordar lo
fantástico, y el lector se ha ido desacostumbrando a que los acontecimientos
fabulosos pudieran ocurrir. Esos lectores olvidan que, según Martin Amis, la
realidad está sobrevalorada; que, según Lord Dunsany, la existencia es una noche
llena de prodigios; y que, según Murakami, todavía nos aguardan grandes
extensiones desconocidas y fértiles que esperan que las cultivemos. Intuyo que
esa escasez de la tradición fantástica española se debe sobre todo al erróneo,
desafortunado juicio que han tenido hasta hace poco de ella los lectores, los
editores, los críticos e incluso los mismos escritores. Y vemos que, por lo
general, las obras que más se publicitan o que tienen más éxito no son
precisamente las que contienen más logros artísticos. Quizá también suceda que
la noción de fantástico, al filtrarse paulatinamente a otros géneros según la
tendencia actual, ha ido debilitando su radicalidad. Como dice mi amigo y
excelente cultivador del género Manuel Moyano, los que intentamos hacer una literatura
fantástica seria y de cierta calidad estamos en una especie de tierra de nadie:
no gustamos ni a la legión de amantes del realismo ni a los fanáticos de la
fantasía más barata.
En
mi caso, reconozco que me gusta lo poco común, que me encuentro cómodo con lo
extraño, que no me interesa contar —ni tampoco sé hacerlo—
lo que le pasa todos los días a todo el mundo. Pero no cultivo lo fantástico
por mero capricho, lo hago irremediablemente porque responde a mi percepción de
la realidad. Mi visión de las cosas es extraña y la realidad lo es aún más.
Proust decía que el verdadero descubrimiento no consiste en buscar nuevos
paisajes sino en poseer nuevos ojos. La mía es una literatura de imaginación,
de torsión de lo real, con un obsesivo gusto por los contenidos expectantes y
vertiginosos, insólitos y perturbadores. El relato fantástico me permite
escapar de lo consabido, de lo mostrenco, de lo plano, del repertorio tan
limitado que tiene lo que Eça de Queirós llamaba “la impertinente tiranía de la
realidad”. La literatura fantástica nos permite innumerables formas de
acercamiento al reverso, al envés de lo verdadero, es un mundo infinito de
posibilidades, un mundo que se enfrenta al mundo real y, al hacerlo, puede
producir una enorme colisión o un simple contraste, pero de ese choque siempre
se desprende una lluvia de chispas que ilumina nuestras pobres vidas. Un
ejemplo de las diferentes maneras de abordar lo fantástico lo encontramos de nuevo
en el añorado Cunqueiro —quien pensaba que el hombre precisa, como quien bebe
agua, beber sueños—; recuerdo que, al responder a supuestas similitudes
de su obra con otros autores fantásticos, aclaró en una ocasión que Italo
Calvino solía engarzar sus narraciones con algún aspecto didáctico; que Borges
intentaba darle un sentido cientifista para que su narración se correspondiera
con un orden cuasi matemático; que Perucho hacía surgir su erudición como algo
serio, lo cual corta bastante la narración y da la sensación de que tiene miedo
de dejarse llevar por lo fantástico de su historia; y que a Bioy Casares le
sucedía algo semejante. La mía, sin embargo —dice Cunqueiro—,
parece una pura broma, un divertimento, un contar por contar, y el primer
distraído y divertido soy yo.
Ya
para terminar, estoy seguro que este libro que hoy presentamos distraerá,
divertirá, gustará a los que aborrecen lo banal y lo común; a los que desdeñan
los áridos desiertos del realismo, del costumbrismo y del naturalismo; a los
que prefieren beber la nutritiva leche de los sueños a comer la áspera hogaza
de la vida ordinaria; a los que desean sorber la emoción del misterio y la
incertidumbre; a los que desean saciar el inmortal anhelo de oír cuentos, la
cosquilleante necesidad de vivir otras vidas, de habitar otras dimensiones,
otros territorios perdidos en el ensueño y la lejanía, zonas donde hasta el
propio yo puede convertirse en un lugar extraño.
Bienvenidos
a la bruma inquietante y magnética de lo inaudito, bienvenidos a la bruma de
maravilla del relato fantástico, esa que flota sobre las delgadas fronteras que
separan lo real de lo irreal.
Fuente:
Culturamas
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4 comentarios:
Muchas gracias por compartir la excelente lección.
Más que un cuento, que también, una disertación académica sobre el relato fantástico, un estudio comparativo y la voz personal del autor delineando su camino. ¡Bellísimo texto!
Un abrazo.
Cybrghost y Francisco, me alegra que les haya gustado este artículo de Olgoso que he rescatado para El elefante. Coincido en lo que dices, Francisco. Y cabe agregar que traza su camino con una prosa tan fina que da gusto de leer independientemente del contenido. Pocos autores tienen esa cualidad.
Saludos cordiales
También estoy de acuerdo contigo en ese matiz. Un abrazo.
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