Para
mí resulta difícil explicar de forma sencilla y en pocas palabras mi proceso creativo,
porque a veces tendemos a tratar de analizar y verbalizar racionalmente ciertos
fenómenos que están envueltos en bruma. En un cuento, en una película, no hay
que pretender «entenderlo» todo; es bueno que haya zonas de penumbra. En el terreno
del arte, tenemos que acostumbrarnos a convivir con cierta dosis de ambigüedad.
No debemos olvidar que toda forma de creación tiene un componente misterioso. Crear
algo es misterioso. Yo soy misterioso. Todos somos misteriosos. Dentro de esa gran
constelación de misterios que es la literatura, que a su vez está compuesta por
otros muchos pequeños misterios y constelaciones menores, lo más enigmático de todo
el proceso, para mí, sigue siendo el instante en que surge la idea inicial. El chispazo
que hace que se ponga en marcha toda la maquinaria. El relámpago alucinatorio que
aparece por sorpresa, nos acelera el pulso y nos advierte: «Ahora». Este flechazo
es el responsable de que uno se enamore de la literatura con un amor eterno. Eso
es lo único que no es trabajo. Excepto eso, todo el resto es trabajo. Trabajo
duro, además.
¿De
dónde vendrá esa chispa casi sagrada que nos obliga a realizar ese acto insensato
que es contar una historia? Ese rapto de inspiración repentina, o como se quiera
llamar, por regla general nos sorprende desprevenidos. En cuestión de segundos
uno pasa de ir en metro a volar en alfombra mágica. Del fondo de la mente una
forma se destaca, adquiere ritmo, relieve, se impone; puede tratarse de un recuerdo
borroso que vuelve del pasado, del pozo de nuestra infancia, de algo que cae del
futuro, o de algo completamente inventado. Para el caso da lo mismo; pero sea como
sea, puede decirse que en ese fogonazo inicial está ya implícito todo el
material, página a página, si bien de forma desenfocada. Hemos tomado la
decisión de escribir sobre un asunto concreto. El primer paso está dado. Ahora
hace falta enfocarlo. El resto, insisto, ya no es más que trabajo.
En
lo que a mí respecta, confieso que no pertenezco a ese grupo de autores que
afirman que en el momento de ponerse a escribir ya lo tienen todo claro en la
cabeza desde el principio. No; mi caso es diferente. Yo no veo con claridad el
argumento, ni los personajes, ni casi nada. Las cosas se van aclarando a medida
que voy escribiendo. La escritura surge de la escritura. El libro nace del
libro. Las palabras van tirando unas de otras. Digamos que en esa fase inicial
lo único que tengo claro es el sueño del libro. Intuyo el efecto emocional que
su lectura causaría en mí, en el supuesto de que existiese. Pero todavía no
existe. Tengo, pues, que inventar la historia para que produzca ese determinado
efecto, y no otro. Cuanto más me acerque a mi sueño, más cerca estaré de
conseguir mi propósito y quedarme tranquilo.
Hay
que desarrollar un oído finísimo, un oído de músico, para aprender a escuchar y
respetar las necesidades de la escritura, que no siempre tienen que coincidir
con las nuestras. Silencio. Si uno se calla y escucha con atención el tiempo
suficiente, verá cómo el libro habla. Se dirige a nosotros en voz baja,
llamándonos por nuestro nombre, y nos susurra algo al oído. La historia pide
cosas y nosotros debemos dárselas. Es una relación de mutua dependencia. En
todos los sentidos es una relación, como ya he insinuado, amorosa. Aprender qué
es beneficioso y qué es perjudicial para lo que estamos narrando es,
precisamente, el camino que nos conducirá a nuestro sueño de llegar a
convertirnos en escritores.
Así
pues, yo no parto de una historia definida, con personajes nítidos y una acción
trazada con tiralíneas, sino del deseo de
que haya una historia (subrayo esto). Escribir, para mí, es tener ganas de
escribir. Ganas de que haya algo donde antes no había nada. Ganas de llenar un
hueco. De cubrir un vacío. De salvar del olvido algo, algo pequeño, irrelevante,
de poco peso, como el color del cielo una tarde, el traje arrugado de Sergio o
un reflejo rojizo en la melena de Paula. Cualquier cosa. Soy muy visual (lo era
ya antes de dedicarme a escribir; mi primera vocación fue la pintura), por lo
que siempre necesito apoyarme en imágenes. Todo lo que he escrito hasta ahora,
bueno o malo, está perforado por una mirada, la mía, y confío en que el temblor
de esa mirada aporte intensidad a la prosa.
El arquero inmóvil: nuevas poéticas
sobre el cuento
.
2 comentarios:
Qué bien lo has expresado!! Un placer pasar y leer este proceso creativo tan tuyo. Comparto muchas cosas de él, aunque ni por asomo me compararía, yo no soy escritora, sólo comunico cosas de la mejor forma que se me ocurre en cada momento. Son personas como tú las que me inspiran y animan. Quizás algún día sea capaz de escribir de verdad.
Saludos.
Ay, Yashira, gracias, de verdad; pero creo que te has confundido: el proceso creativo pertenece al laureado Eloy Tizón (su nombre figura al pie de la nota con un link a su biografía en Wikipedia). De allí lo bien expresado ;) este texto es un fragmento de uno más largo, una poética sobre el cuento, que aparece en el libro “El arquero inmóvil: nuevas poéticas sobre el cuento”, que editó Páginas de Espuma hace unos años, y que recoge las poéticas de varios cuentistas, fundamentalmente de España y Argentina.
Saludos funambulescos
PD: Yo también espero algún día poder escribir de verdad :)
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