miércoles, 11 de septiembre de 2013

La materia de las palabras



A partir de los años treinta y hasta la mitad de nuestro siglo se afirmó que la novela no podría superar jamás el gran realismo del siglo XIX. Se nombraba a Proust y a Joyce como los precursores de la crisis definitiva y se vaticinaba la muerte segura de la novela, cuyos contenidos naturales habrían de quedar absorbidos por los procedimientos audiovisuales de comunicación y entretenimiento. Al fin resultaron falsas aquellas profecías: la novela ha mostrado un vigor creciente y ha ofrecido hasta la fecha una diversidad que, sin ceñirse ya a la estricta referencia de la sociedad de la época, como hizo en la segunda mitad del siglo pasado, presenta múltiples perspectivas, según el modo de hacer y las obsesiones de cada autor.
Es fácil comprobar que la novela se ha adaptado a las visiones más variadas, en cuanto a la forma de narrar y a la estructura de los relatos, y que ha dado cabida a toda clase de ficciones sin dificultar ninguna especulación ética, estética o fantástica. Hay aspectos de nuestra cultura y hasta de nuestra experiencia individual que se nutren primordialmente de la verosimilitud de ternas y mitos novelescos.
También la novela de nuestro siglo, recuperando la tradición simbólica de algunos modelos clásicos, muestra su eficacia para sondear en la condición, peripecias y metamorfosis de personajes, estirpes, grupos y hasta pueblos enteros, transmutados mediante lo literario en presencias autosuficientes, que no precisan de referentes vivos para convencer al lector de su verdad, y que tantas veces resultan además parábolas esclarecedoras de la realidad no literaria.
No era la novela lo que estaba en crisis, sino una determinada manera de entenderla. Pero recientes polémicas sobre el papel del novelista en la sociedad parecen apuntar el reverdecimiento de aquellas doctrinas que veían la novela como algo subsidiario de la realidad: un mero reflejo, el espejo a lo largo del camino de la cita famosa; como si de nuevo la novela estuviese obligada a cumplir las funciones de los tiempos en que ella era el medio principal para la transmisión de ideologías y la crítica de costumbres.
Sin embargo, parece que no puede mantenerse un concepto de realidad similar al decimonónico o al acuñado por cierta crítica sociologista para exigir el permanente vicariato y compromiso de la novela con la realidad no novelesca. Elementos tan dispares como las nuevas concepciones cósmicas, la narrativa en imágenes, el psicoanálisis o la simultaneidad de los sucesos más lejanos con su general difusión testifican la crisis del propio concepto de realidad, que no es nunca unívoca ni está perfilada con absoluta diafanidad.
Actualmente es preciso convenir que la realidad está configurada también por la novela; que la realidad se compone, por una parte, de hechos, relaciones y normas, pero que, por otra, incluye lo imaginario, y que es patrimonio de la novela, precisamente, lo imaginario construido mediante la pura materia de las palabras. Y del mismo modo que desconocer la importancia del lo imaginario sería amputar y simplificar gravemente lo complejo de nuestra realidad, no aceptar la preponderancia de la novela —y de toda la ficción literaria— dentro de lo imaginario manifestaría un peligroso olvido del ámbito y de la potencia de ese signo, identificador por excelencia de lo humano, que constituye la palabra.
Debería considerarse también que, frente a otros campos en que lo imaginario se ofrece de modo compulsivo, creando seres, paraísos o terrores capaces de angustiar y violentar al hombre, emplazando el cumplimiento de su destino más allá de la muerte, la novela representa lo imaginario no compulsivo, acomodado siempre a nuestra medida; por eso asumimos la posible seducción de su lectura como algo, plenamente integrado en la vida cotidiana, sin perjuicio de los elementos oscuros e inefables que a su través podemos conocer o intuir. De ahí que las novelas, en el ejercicio de su función liberadora, tengan capacidades que desbordan su indiscutible virtud como remedio de soledades.
Libertad
Por su afirmación en lo imaginario, pertenecen las novelas a las zonas más libres de la conciencia, y se marcan allí con señales susceptibles de reconciliar a los hombres con sus sueños y permitirles sospechar que, del mismo modo que la realidad imaginaria puede moldearse, podría también ser moldeada la realidad vigil, integrada cada vez en mayor medida por aspectos problemáticos en que juegan fuerzas capaces de arrollarnos a todos.
Y, sin embargo, mientras se asume —aunque amargamente— la tiranía de los gigantescos engranajes de esa otra parte de la realidad en lugar de reivindicar el desarrollo urgente de lo imaginario, se sospecha de ello, se pretende constreñirlo y acotarlo. Pues no significaría otra cosa volver a prescribir para la novela funciones instrumentales concretas respecto de la realidad no novelesca. Sin olvidar que la novela, en su utilización institucional, no pasa de ser simplemente un medio para la enseñanza de la lengua, con frecuencia aplicado en meros procesos de autopsia.
Frente a las exigencias de compromiso de la novela con la realidad no novelesca habría que demandar compromiso de la realidad no novelesca con lo imaginario, y muy en especial con la novela. Esto debe suponer la plena libertad de los narradores para que transformen sus obsesiones en novelas, pero también llevaría consigo la decidida implantación de lo imaginario novelesco en la formación de los ciudadanos, concediendo un papel muy relevante al embeleso de su lectura.
José María Merino
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