jueves, 27 de diciembre de 2018

El delicado asunto del tubo de dentífrico



UN DÍA mamá dijo que nuestra casa era un caos y que para revertir tal situación necesitábamos reglas claras. Que no hacer ruido al tomar la sopa, que no dejar entrar al perro a los dormitorios, que a las diez a la cama. Las reglas eran para todos y todos las obedecíamos a cara caída. Pero un día papá simplemente no pudo más. Agarró el tubo de dentífrico, lo apretó por la parte de arriba y nos alentó a que hiciéramos lo mismo. ¡Todo en presencia de mamá! Ella puso el grito en el cielo y, tras achacarle que era un mal ejemplo, le arrebató el tubo y el cepillo de las manos y vociferó:
—¡Acá nadie se lava los dientes si no acata las reglas!
Papá, imitándola en voz y movimientos, también vociferó:
—¡Las reglas, las reglas, todos deben obedecer las reglas o sucumbir!
Yo no sabía qué significaba sucumbir, supongo que Matías tampoco, pero a ambos nos causó tanta gracia que nos echamos a reír. Mamá se puso roja como un volcán en erupción y antes de que las palabras que mascullaba hallasen forma definitiva, papá nos dio un beso y se marchó a trabajar. Lo primero que mamá hizo entonces fue reacomodar el contenido del tubo apretándolo por debajo y observar que nos laváramos los dientes según las reglas. Lo segundo, fue una llamada telefónica.
Cuando a las siete y media papá volvió, no pudo entrar.
—¡Lo siento, cariño —le dijo mamá desde el primer piso y sacando la mitad del cuerpo fuera, al tiempo que meneaba una reluciente llave entre sus dedos—, pero la nueva regla es que quien desobedece las reglas se queda de patitas en la calle!
No sé qué me pasó entonces por la cabeza, pero cuando estaba a punto de lanzarme sobre mamá para darle un empujón, Matías apretó el tubo de dentífrico por arriba vaciando parte de su contenido sobre el parquet.
De la impresión, mamá se cayó por la ventana.
.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Los árboles mueren de pie



CAMINO a paso de tortuga. No quiero ir al velorio pero Luciana insiste. «Era tu mejor amigo», dice. Y tiene razón. Hace una semana me había llamado para que nos reuniéramos a jugar al pool, como antes. Le dije que no podía, que tenía que levantarme temprano para llevar los chicos a la escuela. Mentí. Al colegio siempre los lleva Luciana. Me planto como una mula a una cuadra de la sala velatoria, y mi mujer dice: «No tengas miedo, voy a estar a tu lado». Ella está conmigo pero pudo haber estado con él. Hace veinte años jugamos unos partidos de pool que definirían nuestras vidas. Luciana nunca lo supo pero los dos andábamos atrás de ella. Nuestra amistad corría peligro. Dijimos: «El mejor de una serie a cinco partidos tiene vía libre con Luciana, el otro se hace a un lado». Sobra decir que estábamos medio borrachos, pero siempre fuimos tipos de palabra. Cuando metí la bola ocho, que ponía la serie tres a dos, él se quedó sereno e íntegro como un árbol, un poco emulando a la abuela de aquella obra que habíamos leído en el colegio «Los árboles mueren de pie». Luciana me tira del brazo. Yo me casé con ella, tuvimos tres hijos, somos felices. Él permaneció soltero. Y se distanció para no estorbar. El otro día me llamó para jugar al pool. «Un último partido», dijo. Le contesté que no podía. Mentí. Estaba enfermo y le restaban pocos días, supe después. Luciana me ayuda a traspasar el umbral. Pienso que si yo hubiese perdido la serie, me hubiera quedado soltero como él. Así la amábamos. Les damos nuestro pésame a los padres y nos acercamos al féretro. Lagrimeo. Luciana me consuela. Él me llamó para jugar al pool y yo le dije que no podía.
Mentí.
.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

Tras cuarenta días y cuarenta noches de lluvia



UN HOMBRE CALVO, que flotaba como un ahogado profesional, golpeó ayer a mi puerta. Supuse que la responsable era la corriente, aunque jamás existió corriente alguna en esta calle ni en ninguna otra. No respondí. A veces, pienso que tanta soledad me está volviendo loco; a veces, que debí de haberme ido con los demás…
Esta mañana, el hombre calvo regresó en compañía de una mujer, tres niños y un perro. Todos flotaban de maravillas. Rogué para que pasaran de largo, pero vinieron directamente hasta mi puerta. Y comenzaron a golpear.
—¡Vayan a la casa de al lado que tiene dos baños, tres cuartos para los chicos y hasta una cucha para el perro! —grité de repente, y los golpes cesaron.
Yo no creo en lo sobrenatural. La corriente —en la que sí creo, pese a que no existe—, por suerte, se llevó los cuerpos. Lo que verdaderamente me preocupa ahora son esas, veamos, una, dos, tres… diez familias que se acercan flotando derechito hacia mi puerta.
.

jueves, 15 de noviembre de 2018

La niña y los cuerpos astrales



EL HOMBRE puede verse a sí mismo tendido en la calle. Recuerda un dolor en el pecho, como un nudo de espinas, y los árboles y las casas girando a su alrededor. Recuerda, también, el rigor de la vereda al recibir su cuerpo. Y los ojos entreabiertos a los que asomaba una niña. Y de repente la nada.
Y en este verse a sí mismo tendido en la calle, vuelve a asomar aquella niña, quien ahora se acuclilla a su lado parsimoniosamente. «Pobrecita, se va a asustar», piensa, al tiempo que la niña saca unas tijeras y corta la cuerda con la que el alma del hombre aún permanecía unida al cuerpo. Acto seguido, un túnel con una luz al final se abre. El hombre acepta su destino y comienza a adentrarse en la oscuridad. La niña, con una sonrisa de ceja a ceja, sujeta la cuerda que retiene el alma y, decidida, camina en sentido contrario. Al llegar a la esquina, una mujer, con voz firme pero no exenta de dulzura, le espeta:
—Cariño, ¿qué te he dicho al respecto?
La niña baja la cabeza, mueve un pie como si estuviera aplastando un insecto, y alega:
—¡Pero, mamá, es que este de verdad sí se parece a mi papi!
Safe Creative #1811159047469

Foto © Desconocido, Luz al final del túnel
.

miércoles, 31 de octubre de 2018

La carga



ANTE LA REPENTINA TEMPESTAD, el capitán ordena que aseguren la carga con cuerdas y que un hombre armado se sume al clérigo y la vigile. La misma consiste en una caja de tres metros de altura por uno cincuenta de ancho y de profundidad. Nadie sabe qué contiene. La abstraída presencia de aquel sacerdote, que camina alrededor de la caja mientras reza, no hace más que aumentar los rumores entre la tripulación. Algunos dicen que se trata de una reliquia sagrada; otros, de un artefacto demoníaco. Lo cierto es que hasta ahora había sido una travesía sin mayores contratiempos. Pero la tormenta ha puesto inusualmente nervioso al capitán, que maldice cada vez que las olas sacuden al barco y mojan su rostro. Bajo cubierta, entretanto, un marinero provisto con un fusil observa al religioso y le pregunta:
—Padre, ¿qué hay en la caja? —El hombre de fe se abstiene de responder y continúa rezando.
Entonces, el viento y las olas arrecian, y el barco no llega a escorar de milagro, pero las cuerdas se rompen o se sueltan y la caja cae hacia un costado. El clérigo se acerca y la ausculta.
—¡Gracias a Dios, continúa dormido! —exclama.
Y antes de que el marinero haga la pregunta obvia, una especie de rugido se impone en violencia a los truenos. Acto seguido, la caja se deshace en manos de aquel esperpento que mira al cura y al marinero y otra vez al cura.
—¿Dónde estamos? —quiere saber.
—En medio del mar, rumbo a Roma.
—¡Decidle a vuestra Excelencia que jamás volveré! —vocifera, y sacudiéndose de las alas los restos pétreos, mal camina hasta la cubierta y gana el cielo, que ya ha comenzado a despejarse.
Recién entonces se oye un disparo.
.

sábado, 13 de octubre de 2018

Antes del mar



TODAS LAS TARDES, el anciano se sentaba frente al mar con una foto amarillenta, también de cara al mar, a su lado.
—Hace un poco de frío, Marta, pero el solcito está lindo, ¿no? —decía, y posaba una mano a forma de abrazo sobre la imagen.
A veces el viejo agarraba la foto y caminaba hasta el borde mismo del agua, porque según él, ella se lo pedía, y se quedaba allí, conversando con los recuerdos como un árbol conversa con los pájaros.
Yo, para descansar de mi hábito de correr, solía sentarme junto a la pareja. La primera vez que lo hice, el viejo se molestó y no me devolvió el saludo. Pero unos minutos después me dijo:
—Marta acaba de regañarme por maleducado. Disculpe usted. ¡Buenas tardes!
—¡Buenas tardes! —le volví a decir, sonriendo, y nos demoramos más de una hora charlando.
Cada tanto intervenía en la conversación Marta, que estaba al día con las noticias, ya que por las mañanas entre mate y mate el viejo le leía los diarios. Lo más curioso, no obstante, era que ella y yo coincidimos en nuestro gusto por Nino Bravo; gusto que, vale mencionarlo, heredé de mi abuela. Al cabo, cuando me puse de pie, el viejo me dijo:
—Marta quiere saber si mañana también puede detenerse un ratito a conversar… que a mí, dice, me hace bien.
Ese pedido desde la soledad me dio pena y no pude negarme.
Así, entre charla y charla, se nos fueron tres meses, hasta que el viernes pasado hallé al pobre viejo sin vida. Tenía una mano posada sobre la foto, pero en la foto, Marta, permítaseme la frase, brillaba por su ausencia. Entonces, perplejo, aparté la vista y descubrí a aquella pareja de jóvenes que, antes de meterse al mar, me saludaron afectuosamente.
.

domingo, 30 de septiembre de 2018

Las gárgolas del padre Mario



EL PADRE MARIO quería adornar cada una de las esquinas de su iglesia con una gárgola. Pero como las contribuciones de los fieles eran insuficientes para hacerlas de piedra, habló conmigo para que las tallara en madera. Yo ignoraba lo que era una gárgola, y cuando lo supe no me agradó la idea.
—Padre, aquí le traigo los bocetos de unos ángeles —le dije al día siguiente.
—Ángeles, no; gárgolas. Pero si éstas escapan a sus habilidades, se las encargo a otro.
El curita sabía pegar donde duele.
—En seis meses se las tendré listas —le dije mientras hacía papel picado con los bocetos.
Al cabo del sexto mes golpearon a mi puerta. Era, lógicamente, el padre Mario. Con gesto de aprobación, caminó alrededor de cada una de las esculturas pero al llegar a la tercera y a la cuarta, arqueó las cejas.
—Hay un problema —dijo—. ¡Estas dos son hembras!
—¿Qué dice? ¡Si ni siquiera pensé en ponerles sexo!
—No obstante…
—¡Ah, bueno!, dígame, ¿cómo sabe que estas dos son hembras?
—Entre otras cosas, por la mirada de los machos.
Y ciertamente descubrí un fuego en los ojos de aquellas gárgolas que yo no había puesto ahí.
—¡Cosa de mandinga! —dije y me santigüé.
—No se preocupe… ¡Donde hay amor no hay pecado! El viernes las caso y el domingo las encaramamos al techo de la iglesia.
—¿Y el sábado? —quise saber.
—Aunque breve, la luna de miel, por supuesto.
Y por mi madre, que Dios la tenga en la gloria, juro que algo parecido al rubor iluminó entonces las cándidas mejillas de las hembras.
.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

El cuaderno



I

Papá dice que siempre les encuentro defectos a sus novias. Miente. Rocío, por ejemplo, me gustaba mucho. Pero nadie puede afirmar honestamente que su última noviecita no sea una auténtica creída. Cada vez que viene a casa se aparece, sonrisa fingida mediante, con algún regalito para mí. «¿Cómo se dice?», me apura entonces papá. «Gracias», respondo secamente y me refugio en mi cuarto. Para colmo, parece que el noviazgo con esta tipa va en serio.
—Ya te va a aceptar —le decía papá el otro día—. ¡Dale un poco más de tiempo!
—Hace seis meses que salimos… ¿cuánto tiempo más va a requerir la princesita?
Como papá se quedó callado, Victoria, que así se llama, se acurrucó a su lado y le susurró largamente al oído.
Al día siguiente supe que íbamos a pasar un fin de semana los tres juntos en la playa. Claro está que en un principio me rehusé, pero papá dijo que si yo aceptaba no iba a tener que esperar casi un año más, hasta cumplir los quince, para que me entregase el cuaderno que mamá había escrito para mí.

II

El viaje en coche me la pase con los auriculares puestos. Callada. Victoria, en cambio, parloteaba sin cesar, mientras papá sólo intervenía para asentir. Hacían planes, o mejor dicho, ella los hacía. .
A eso de las nueve, cuando la luna se duplicaba sobre la superficie del mar, arribamos a aquella casa solitaria. Lo primero que sentí al salir del auto fue la brisa fresca cargada de salitre. Cerré los ojos y respiré profundo, pero Victoria me zarandeó por un hombro y me dijo que lo ayudara a papá a entrar las valijas. Tras seis viajes al coche, el equipaje de la reina ya estaba en su cuarto. Entonces me mandó a que eligiera un dormitorio para mí… Había sólo uno más y era pequeño como un dedal.
Una hora después, cenamos. Ella no tocó su comida. Juro que si papá no la hubiera comprado en el camino, yo tampoco la habría probado, por más que en lugar de sándwiches de jamón y queso se hubiese tratado de un soberbio pollo con papas al horno.
Papá luego preparó café, pero yo, bostezando, me retiré a mi cuarto.

III

Podía oír el ir y venir de los pasos al ritmo de la música que sonaba en la sala. Por un instante me imaginé a papá bailando con Alejandra… No sé por qué me resulta imposible decirle mamá. Después de todo ella no tuvo la culpa de haberse enfermado.

IV

Como la boca se me puso seca, me desperté. Ya no se oían ni la música ni los pasos de baile. Me calcé las pantuflas y marché hacia la cocina. Desde el pasillo descubrí que Victoria estaba a horcajadas sobre papá, en el suelo. Me dio vergüenza ajena e iba a seguir mi camino rápidamente cuando noté que algo le ocurría a ella. Sus brazos y sus piernas se estaban volviendo más largos, al tiempo de que le nacían otros dos pares de extremidades, y de que sus ojos, ennegrecidos, se multiplicaban.
—¡Papá! —grité, pero él no reaccionó, en cambio, ella me miró, emitió una especie de risa, e inauguró sus colmillos recién paridos en el cuello de papá—. ¡Dejalo, dejalo! —vociferé entonces mientras le arrojaba cuanto objeto contundente hallaba a mano.
—¿Sabés que me dijo tu papá mientras bailábamos? —siseó tras erguir la cabeza—: que habíamos hecho el viaje de gusto, que vos, mocosa, jamás me ibas a aceptar… Pudo haber sido un buen marido, pero por tu culpa no va a pasar de ser una buena comida.
Y cuando se disponía a clavarle nuevamente los colmillos, sentí como si dos navajas me cortasen la espalda desde dentro. De inmediato, sobreponiéndome al dolor y al asombro, batí las alas que ahora poseía. Entonces, Victoria se lanzó, con los ojos encendidos de sombras, sobre mí; pero ágilmente logré volar fuera de su alcance. Furiosa, trepó por las paredes y el techo y comenzó a moverse en círculos. Pronto comprendí que estaba tejiendo a mi alrededor una gigantesca telaraña. Sabía que no podía dejar que terminase, así que tomé la iniciativa y rodamos por el piso hechas un amasijo de patas y alas.
A cada instante, el rigor de sus colmillos se aproximaba peligrosamente a mi cuello. Me sentía exhausta e ignoraba durante cuánto tiempo iba a poder contenerla. Entonces sus ojos se me volvieron espejos y observé que algo más había cambiado en mí. Acto seguido, clavé con certeza mi aguijón en medio de su oscura mirada.

V

Cuando finalmente tuve el cuaderno entre mis manos, aguardé un largo rato antes de abrirlo. Temblaba. Sabía que aquellas palabras iban a cambiarme la vida; iban a revelarme la naturaleza de aquel yo extraño que nos había salvado a papá y a mí; pero, sobre todo, iban a permitirme, por primera vez, estar conectada de mujer a mujer con Alejandra…
Con mamá, desde entonces y para siempre.


Safe Creative #1809058272839

El presente relato ha sido publicado en el número 10 de «La sirena varada» (páginas 108-110), que lleva adelante la Editorial Dreamers, de México. La misma puede descargarse desde la web de dicha editorial.
.

martes, 31 de julio de 2018

No hay cielo que de impoluto azul dure cien años



MI VECINO «tiene» por mascota un elefante. Todas las tardes se engalana con sus mejores prendas para sacarlo a pasear por el vecindario. Yo, sobra decirlo, nunca he visto al elefante, pero le sigo la corriente para no entrar en discusiones innecesarias. Por ejemplo, la semana pasada me dijo:
—Le queda bonito, ¿no?
—Sí —le respondí.
—Usted también debería usar uno.
—Le parece.
—Claro, hombre, anímese.
Jamás supe de lo que estábamos hablando. Lamentablemente, no hay cielo que de impoluto azul dure cien años. Esta mañana mi vecino golpeó a la puerta.
—Mi elefante —dijo— se ha subido a su techo.
Sonreí y le contesté:
—Seguro que después se baja.
—No lo creo, dice que usted lo invitó a quedarse todo el tiempo que desee.
—Mire —suspiré antes de aventurarme entre espinas—, ahí arriba no hay ningún elefante, usted lo sabe, ¿no?
Mi vecino se puso blanco.
—Y yo que creía que éramos amigos —dijo, y comenzó a caminar de un lado para el otro—. ¡Ya sé lo que pasa! —gritó de repente—. ¿Cómo no me di cuenta antes?... Usted siempre quiso adueñarse de mi elefante. ¡Lo voy a denunciar! —Y girando sobre sí mismo se marchó a toda prisa.
—¡Uf! —bufé—, con las ganas que tengo de lidiar con un loco en la comisaría.
—¡Quédese tranquilo!, no lo va a denunciar, es pura espuma —dijo una voz desde el techo, justo antes de que éste se desplomara. Poco después, la misma voz, ya de cuerpo presente, gemía—: ¡Ay, ay, ay! ¡Maldito sea usted y su casa! ¡Ay, ay, ay!
—De cajón me como, no una, sino dos denuncias —murmuré totalmente resignado.
.

domingo, 15 de julio de 2018

Un regalo del cielo



Cuando el pájaro cayó muerto a sus pies, la idea le cruzó la mente como un relámpago. Así que lo recogió, miró la hora y apretó el paso hacia su casa. Apenas faltaban unos quince minutos para que Raquel llegara del trabajo. Sin mudarse de ropa, sacó la escalera del galpón y se subió al techo de la casa. Como al tanque de agua lo había lavado recientemente, no le ocasionó ningún problema desenroscar la tapa. Acto seguido, arrojó al pájaro dentro, a la vez que se preguntaba sobre cuál habría sido la causa de su muerte.
—¡Ojalá que una infección masiva! —dijo, y observó atentamente su lánguido descenso hasta el fondo.
Luego se cambió de ropa, puso una toalla limpia, a la que previamente humedeció, para lavar, y se sentó a mirar la televisión. Raquel llegó una hora más tarde de lo esperado. Nunca llegaba tarde los miércoles, pero se veía que los martes y los jueves ya no le alcanzaban. A veces ella se volvía insaciable. Seguramente, el otro lo habría comenzado a descubrir, no sin deleite. Pero tras veinte años de matrimonio, el deleite se vuelve rutina y la rutina un ejercicio que cansa.
—¿Ya te duchaste, Eduardo? —le preguntó Raquel desde la puerta del living.
—Hace rato, querida.
—Entonces me voy a bañar yo. Si querés, pedite una pizza. Hoy no tengo ganas de cocinar.
Eduardo asintió sonriendo y cambió de canal. Cuando Raquel hubo cerrado la puerta del baño, sigilosamente, él se acercó y pegó el oído a la misma. El rumor de la ducha no se hizo esperar.
—Tu piel, sucia por la traición, continuará sucia por el agua infecta —dijo en un susurro.
Y se quedó allí parado, pensando que mañana el otro obsequiaría sus labios a aquel cuerpo ilusoriamente limpio. Y al callarse el agua, volvió como un fantasma desencadenado al living. Y pidió no una, sino dos pizzas.
Esa noche, por primera vez en meses, pudo descansar como antaño. Recién en la oficina se planteó por cuánto tiempo iba a dejar a aquel pobre pájaro en el tanque de agua. Un día le parecía poco; un mes, demasiado. El agua podría enturbiarse debido a la descomposición y no quería generar sospechas.
—Con una semana bastará —se dijo finalmente.
Y por puro y repentino interés ornitológico se preguntó qué tipo de pájaro sería aquél que le estaba prestando tan loable servicio. Un gorrión definitivamente no era. Un jilguero, tampoco. Un corbatita, menos. Ahora que lo pensaba había algo de singular en él.
—Eduardo, ¿ya está listo el informe de costos? —la voz caudalosa de su jefe lo apartó de aquel pensamiento y lo devolvió de raíz al trabajo.
Durante toda la semana, Eduardo había acometido con fruición el ritual de pegar el oído a la puerta del baño. Y durante toda la semana había ido a ducharse a lo de un amigo de ley, de aquéllos que tienden la mano sin hacer preguntas.
Al cabo, cerró la llave de paso, abrió todas las canillas del baño y apretó el botón del inodoro. Cuando el agua se agotó, volvió a subirse al techo de la casa y retiró del tanque de agua al pájaro. El pobrecito parecía una pasa de uva, pero estaba más entero de lo que se había imaginado; quizás lo habría tenido que dejar más tiempo, pero como era un convencido de que nunca se debe cambiar de plan sobre la marcha, desistió de tal posibilidad. Así que colocó al pájaro dentro de una bolsa de consorcio y lo sacó a la calle. Poco después, le echó dos baldazos de agua con cloro al tanque. Ya era hora de volver a bañarse en casa.
Eduardo cerró los ojos y abrió la llave de la regadera. El agua corría por su cuerpo como una seda, hasta que algo, aleve, le golpeó la cara. Instintivamente, se apartó de la lluvia y abrió los ojos. Una especie de diminutos insectos alados estaban saliendo por los orificios de la regadera. Trató de cerrarla, pero la llave no giraba. Acto seguido, capturó a uno de los bichos y lo miró con detenimiento. No eran insectos, como había creído en un primer momento, sino pajaritos. Brevísimas copias del pájaro que él había arrojado al tanque. Entonces sintió como uno de aquellos alados lo picaba. Y luego otro y otro. Eran como picaduras de mosquitos. En pocos instantes, los pájaros habían inundado la habitación; precipitándose, cada tanto, como oleadas de kamikazes sobre él. Agitando los brazos, corrió hacia la puerta, pero estaba trabada. Para colmo, su cuerpo había comenzado a llenarse de ronchas. Entonces se envolvió con varias toallas y se tiró al suelo en posición fetal. Y se largó a llorar, como un chico, hasta perder el conocimiento.
—Eduardo, ¿qué te pasó? —quiso saber Raquel cuando lo halló en el baño.
—Los pájaros, los malditos pájaros, me picaron; ¡mirá! —dijo Eduardo, pasándose, sin suerte, las manos por el cuerpo en busca de ronchas.
—¿De qué estás hablando? —dijo Raquel mientras lo ayudaba a levantarse—. Mejor vení, ponete algo, y vamos a la cocina que te preparo un té.
Eduardo aprisionaba la taza entre ambas manos, cuando le confesó a Raquel lo que había hecho y por qué. Ella se dirigió hacia la puerta y, antes de salir de la cocina y de su vida, dijo:
—Jamás te puse los cuernos.
Unos días después, incapaz de volver a usar la ducha de su casa, Eduardo reincidió en la de su amigo.
—Éste es el único remedio que me queda hasta que venda la casa —se dijo, justo antes de que abriera la ducha y observara con espanto como un diminuto pájaro, cual punta de lanza, salía por uno de los orificios de la regadera.
Safe Creative #1807097668484
El presente relato ha sido publicado en el número 8 de «La sirena varada» (páginas 42-45), que lleva adelante la Editorial Dreamers, de México. La misma puede descargarse desde la web de dicha editorial.

Foto © Autor desconocido
.

sábado, 30 de junio de 2018

Espejos



EL HOMBRE se para frente al espejo, se corre hacia un lado y hacia otro, intensifica la mirada, como si esperase un milagro, y vuelve, como todas las noches, a bufar. De repente, la esposa entra y le pregunta:
—¿Estás bufando?
—Sí, querida; hacer el nudo de la corbata nunca va a ser uno de mis puntos fuertes —improvisa, da una última mirada al espejo, y agrega—: Ya tengo que irme.
—¡Ay!, ¿cuándo te van a cambiar de horario?
—Un día de éstos.
Ella extiende una mano y él se acerca, se abrazan y se besan.
—¡Un día de éstos! —repite, y se dirige hacia la puerta de calle, la abre y la cierra, pero no sale.
Cuando la mujer se retira al dormitorio, él, sigilosamente, hace lo propio al jardín y se transforma. Entre aleteo y aleteo, siente que aún no tiene corazón para confesarle la verdad, y, menos aún, para pedirle que se convierta.
Ella, entretanto, toma un libro escondido bajo la cama, y piensa que será la mujer más feliz del mundo cuando él se atreva a decirle la verdad, la convierta, y ya no deba fingir que es tan ciega como los espejos.
.

domingo, 10 de junio de 2018

El chal



—TÍA —le digo, sentándome a su lado y tomando entre las mías sus gélidas manos—, usted ya ha cumplido su ciclo vital. Porque no se porta bien y deja que la metan en el ataúd y la pongan linda para el velorio. ¡Hasta los primos de Chivilcoy prometieron que iban a venir a despedirla!
—Vos no entendés, por primera vez en mi vida soy parte de algo más grande que yo…
—Claro, el otro lado debe ser enorme.
—¡Y pensar que siempre fuiste mi sobrino preferido!
—Por eso mismo estoy aquí —el empleado de la funeraria me mira y me señala repetidamente el reloj—, y porque no quiero que pase vergüenza; imagínese qué va a decir la gente si falta a su propio funeral.
—Ya nada…
—¡Los fiambres de las salas 3 y 5 —vocifera otro empleado asomándose a la habitación— tampoco quieren entrar a sus ataúdes!
—… volverá a ser lo que fue.
Seguidamente, mi tía se levanta de la silla, me da un beso y se reúne en el pasillo con los otros difuntos. Intercambian unas palabras y alcanzo a escuchar que van a marchar hacia la plaza. Yo me quedo junto al ataúd, sin saber qué hacer, hasta que descubro su chal sobre el respaldo de la silla. Entonces lo agarro y salgo a la calle. Viva o muerta, no puedo permitir que mi tía se resfríe.
.

viernes, 25 de mayo de 2018

Hello, how are you?



ÉL tenía los oídos descompuestos. Pero, entiéndase, no era que estuviese quedándose sordo, porque oír, oía perfectamente, lo suyo pasaba más bien por una cuestión idiomática. Así, por ejemplo, a un simple «Hola, ¿cómo estás?», nunca sabía qué responder, porque sus oídos se habían encaprichado en traducirle todo al inglés, y de inglés no entendía nada de nada. Le aconsejaron entonces aprender el idioma, pero nunca logró superar el nivel básico. Se sentía condenado a comunicarse para siempre mediante señas o papelitos, hasta que un día aquella estudiante de intercambio, amorosamente, le dijo «Hello, how are you?», y él pudo oír la frase en perfecto castellano.
.

jueves, 10 de mayo de 2018

Pociones



A VECES papá volvía a casa y a veces no. Mamá decía que necesitaba ayuda para ponerlo otra vez en vereda. No podía imaginarme a papá caminando por la calzada: él era un hombre prudente, que respetaba el tránsito. La cuestión es que mamá me hizo poner la ropa de salir y me dijo que íbamos a lo de una bruja. Yo no quería ir, pero, como papá me había dicho que debía cuidar de mamá cuando él no estuviese, la acompañé sin chistar. La verdad es que tenía miedo. Las brujas te pueden convertir en sapo y yo no conozco a ninguna princesa. Pero resultó ser una señora que, además de amable, era tan bonita como mamá. Hasta me dio un gnomo de plástico para que jugase mientras ellas conversaban. Mamá le dijo que estaba segura de que había otra, que le preparase uno de sus brebajes, que ya no podía seguir así. La bruja se retiró hasta una mesa llena de botellitas y comenzó a verter nerviosamente el contenido de algunas en una copa. Mamá seguía absorta sus movimientos. Entonces papá se asomó por la puerta que daba al resto de la casa y se puso blanco como un conejo. Yo iba a saludarlo, pero se llevó un dedo a la boca, y volvió a cerrar la puerta. Cuando la bruja terminó de llenar un frasquito con la poción, dijo:
—Ponéselo en el café o en el mate, cuando haya luna nueva.
Mamá asintió, le pagó, y luego me llamó a su lado. Yo le devolví el gnomo a la bruja, pero ella dijo que podía quedármelo, y me dio un beso relindo, como los que hacía tanto que mamá no me daba.
Entonces supe qué tipo de poción había ido a buscar papá.
.

viernes, 27 de abril de 2018

Aniversario



—DOS ancas de rana, una hoja de muérdago, los bigotes de un gato, lluvia de abril —iba diciendo el brujo mientras colocaba los ingredientes en el pequeño caldero—. Y por último —dijo levantando el tono de voz—, un mechón de pelo de Laura.
Entonces, del caldero se levantó una densa humareda. Cuando se hubo disipado, una figura, enorme y majestuosa, quedó expuesta. Era un león. Decepcionado, el hombre tomó el libro de magia y la hoja en que había transcripto el hechizo. La bestia se indignó ante tamaña indiferencia.
—Voy a comerte —le dijo.
—Soy puro huesos —le respondió el brujo, y comenzó a cotejar—: dos ancas de rana…, una hoja de muérdago…
La cola del león iba de aquí para allá.
—Esto es un atropello; antes lo dije en broma, pero ahora lo digo en serio: ¡voy a comerte!
—Bueno, sí; arriba de la mesa está la sal: ¡soy medio desabrido de noche! —y siguió cotejando—: Los bigotes de un gato…, lluvia de abril…
El león rugió, tomó la sal y se acercó al hombre.
—Vos lo quisiste —dijo, y lo saló abundantemente.
—… un mechón de pelo de la amada y… ¡ah, gracias! —exclamó el brujo mientras recogía con una mano un poco de la sal que le estaba nevando.
El león alzó sus portentosas garras, pero antes de que las dejara caer, el brujo arrojó la sal en el caldero. Una densa humareda volvió a inundar la habitación. Cuando se hubo disipado, el brujo dijo:
—¡Exactamente lo que Laura quería! —Y dejando el libro y la hoja sobre la mesa, recogió del suelo el enorme león rampante de peluche.
.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...