domingo, 10 de diciembre de 2017

Cómplices



APARTO la vista del libro, disfruto del sol y vagabundeo con la mirada. Una niña juega con su muñeca al lado de una señora que habla por el celular, una pareja de abuelos da de comer a las palomas. Vuelvo a mirar a la niña. De uno en uno, le está arrancando los cabellos a la muñeca; su voz me llega como un susurro: «¡Calva te vas a ver mucho más linda!». Retorno decididamente a mi lectura, pero ella no cesa: «¡Sin deditos, La Manquita te van a llamar!». Doy vuelta a la página. «¡A alguien que yo sé le sobran los ojitos!» Comienzo a leer en voz alta, pero otra voz me ahoga las palabras: «¡Ayúdeme, por favor, ayúdeme!», clama la muñeca. Su voz me recuerda a la de mi hija. Cierro el libro y me dirijo hacia ellas. De un manotazo, le arrebato la muñeca a la niña, y la mujer, sin cortar la llamada, me increpa. Trato de explicarle lo que ocurre, pero se niega a escucharme. Un policía interviene, me quita la muñeca y solicita una patrulla. La gente se arremolina a mi alrededor. Y mientras me arrestan, alcanzo a observar cómo la niña y la muñeca se sonríen.
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lunes, 27 de noviembre de 2017

Versus



MAMÁ dice que tengo pájaros en la cabeza, pero no es cierto. Tengo patitos; patitos de goma que juegan conmigo en la bañera, en los charcos o en el lavamanos. Creía que nadie más que yo podía verlos, hasta que, el otro día, Esteban metió la mano en mi cabeza y me sacó a uno de ellos. Dejé que jugara con él y, cuando le pedí que me lo devolviera, se negó. Entonces le dije a mamá que me daba miedo que a Esteban se le echara a volar mi patito. Ella cerró la notebook, y le ordenó, a la vez que le guiñaba un ojo:
—¡Regresale a tu hermana el patito!
Y al contrario de lo que yo esperaba, él ni siquiera protestó. Pero de repente, mamá, bajo la influencia de su condición de escritora realista, me dijo:
—Cariño, ¿entendés que lo de pajaritos en la cabeza…
—¡Patitos, yo tengo patitos!
—… bueno, patitos, es sólo una metáfora?... Amén de que si fueran de goma, ¡no podrían estar vivos!
—Sí, mamá —le respondí, apretando las manos, mientras Esteban se jactaba del huevo que había puesto mi patito.
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martes, 14 de noviembre de 2017

Capitalismo salvaje



EN NUESTRA CIUDAD llueve durante todo el año, por eso no es de extrañar que una de las profesiones más prósperas fuera la de paragüero. Y digo fuera, porque desde que doña Gertrudis entrara al negocio, todos nos hemos visto forzados a bajar las persianas. Es que no hay manera de competir contra sus paraguas con arcoíris incluido.
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jueves, 26 de octubre de 2017

Patitos



EL PATITO era de goma, estaba sucio y tenía los ojos despintados. Sin saber por qué lo recogió del montón de basura y se lo llevó a su casa. Y lo lavó y le pintó los ojos. Al otro día, al sonar el despertador, sintió como unas manos lo agarraban del cuello, lo conducían fuera de la casa y lo dejaban quién sabe dónde. Se sentía sucio y no podía ver. Entonces quiso pedir ayuda, pero lo único que consiguió articular fue un triste y solitario «¡Cuac!».
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miércoles, 11 de octubre de 2017

Nocturno



CUANDO se largó a llover, buscó algún reparo; pero las casas, pegadas hombro con hombro, carecían de cualquier gesto amable. Entonces descubrió que había un paraguas en medio de la calle. De tres zancadas llegó hasta él, lo abrió y volvió sobre sus pasos. Era un buen paraguas, como los de antes, con asta y mango de madera. Agradeció su suerte y caminó sin apuro. Poco le importaba que ahora lloviera a cántaros: bajo aquel paraguas la lluvia le parecía una cosa lejana, que sucedía en otra parte. Al cabo de unas cuadras notó que un hombre caminaba a la par de él, pero en la vereda de enfrente, y que no llevaba paraguas. Apretó el paso, y el otro hizo lo mismo. Aminoró la marcha, y el otro volvió a imitarlo. Bufando, se detuvo y se acercó al cordón de la vereda. El otro también se acercó. Y de repente se sintió intimidado por aquella mirada aviesa y sin fondo. Aun así, se cargó de valor.
—¿Qué quiere? —le dijo.
—No se trata de lo que yo quiera, sino de lo que usted me va a tener que pedir —le respondió el otro, y desapareció al amparo de un relámpago.
Poco después, al llegar a su casa, el hombre intentó, primero, cerrar el paraguas, y luego, como no lo conseguía, dejarlo en la calle. Mas ahora el mango era una mano que oprimía con creciente fuerza a la suya. Azorado, apartó la vista, y volvió a ver al otro, en la vereda de enfrente, jugando con un bisturí entre los dedos de su única mano.
Entonces, dejó de llover.
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viernes, 29 de septiembre de 2017

Revelación



EN EL ANDÉN tomé asiento al lado de un hombre con una maleta. Hacía calor y el tren venía con demora. De repente, el hombre dejó la maleta sobre el banco y me pidió que se la guardase durante un instante. Asentí. Cinco minutos después, llegó el tren. Me puse de pie, caminé hasta la escalerilla del convoy y volví sobre mis pasos, varias veces. Por último, abordé el tren maleta en mano. Abandonarla hubiera sido una descortesía de mi parte; pero ahora me hallaba ante el problema de qué hacer para regresársela.  Entonces oí un «¡Cuac, cuac!» que provenía de su interior. Y luego otro y otro. Disimuladamente miré a los demás pasajeros, pero nadie parecía haberse percatado del asunto, pese a que los «¡Cuac, cuac!» iban in crescendo. Acto seguido, abrí la maleta y la voz cesó. Dentro había una muda de ropa, un cepillo de dientes y un patito de goma. Tomé al patito y lo apreté, pero no emitió ningún sonido. Acalorado, me aflojé la corbata y abrí la ventanilla. El patito me miró, dijo «¡Cuac, Cuac!», y salió volando. Tras cerrar la maleta, me hundí en mi asiento. Poco después el hombre de la maleta se sentó a mi lado.
—¡Gracias por guardármela! —dijo.
Iba a comentarle sobre mi indiscreción, cuando sacó el patito de goma de un bolsillo y lo volvió a la maleta. Al observar mi cara, dijo:
—No se preocupe, si no la hubiese abierto, nunca lo hubiera podido encontrar.
Coincidimos; y pensé en preguntarle cómo había abordado el tren, pero un último «¡Cuac, cuac!», para mi sorpresa, me reveló el misterio.
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viernes, 15 de septiembre de 2017

Vuelo 232 a Marte



ERAN las 2:17 —recuerdo con precisión la hora porque no podía dormir y alternaba la mirada entre mi reloj y el espacio—, cuando apareció aquel solitario astronauta. Atónito, me refregué los ojos, volví a mirar a través del ojo de buey y traté de despertar, sin fortuna, al pasajero a mi lado. Luego llamé a la azafata por el intercomunicador, pero tampoco obtuve respuesta. El resto del pasaje parecía profundamente dormido. Quise gritar para que despertaran y vieran lo que yo estaba viendo, pero un nudo en la garganta me lo impedía. El astronauta ahora agitaba sus brazos saludándome y comenzaba a acercarse a la astronave. A las 2:29, alcanzó mi ojo de buey, se quitó uno de los guantes y posó la palma de la mano sobre el vidrio, y yo, impensadamente, lo imité. Las siluetas de nuestras manos calzaban de tal manera la una en la otra, que cualquiera hubiera dicho que pertenecían a una misma persona. Entonces leí en sus labios la palabra «Gracias». A las 2:32, pude observar, aterrado, cómo la astronave se alejaba con aquel desconocido acomodándose en mi asiento.
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jueves, 24 de agosto de 2017

Volubles



COMO todos los domingos, vas al supermercado. Sacás la lista y comenzás a llenar el carrito: yerba, azúcar, café, almendras, espaguetis… De pronto mirás el carrito y descubrís un patito de goma entre la mercadería. Te rascás la cabeza y lo dejás junto a las latas de tomates. Proseguís: papel higiénico, jabón tocador, champú…, y volvés a descubrir al patito dentro del carrito. Lo agarrás y lo observás detenidamente, parece un muñeco de lo más común, pero se te eriza la piel al notar cierto brillo en sus ojos. Sin dilaciones, lo abandonás junto a las cremas de enjuague. Y comenzás a tararear una canción. Ya en la zona de productos cárnicos, metés en el carrito una colita de cuadril y medio kilo de bola de lomo, y te sorprendés suspirando al comprobar que no hay aves…; pero cuando te vas a regalar una tira de asado para celebrarlo, otra vez el patito se encarama entre la mercadería del carrito. Te pasás una mano por la boca y dejás al patito encerrado entre las carnes congeladas. «¡Ojalá que nadie me haya visto!», murmurás, y aunque aún te faltan bastantes productos que tachar de la lista, enfilás hacia la caja registradora. Pensás que lo mejor es aprovechar la ventaja táctica, y un instante después te reprochás por pensar de manera tan ridícula. Dudás entre volver o continuar con la huida, cuando la cajera te espeta:
—¡Lo siento, pero no puede llevarse el patito!... No tiene código de barras.
Entonces se te sube la sangre a la cabeza: como consumidor, no soportás que te nieguen tus derechos.
—¿Qué? —gritás—. ¿Usted me está tomando el pelo? ¿Cómo se atreve? —y le largás una perorata interminable.
Enseguida acude el gerente, quien, para congraciarse con el resto de la clientela, te obsequia el patito. Sonreís. Pero al llegar al auto, el patito se baja del carrito y retorna al supermercado.
—¡Disculpe! —se voltea a decirte—, pero a mí también me cabe cambiar de opinión.
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Foto © Autor desconocido
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miércoles, 9 de agosto de 2017

Noche de naipes



—Treinta y dos —cacareé.
Y al tiempo que Felipe me respondía «Treinta y tres», entró un tipo corriendo al bar. Tenía la cara roja, los ojos saltones y la lengua afuera.  
—¡Cierren puertas y ventanas!... ¡Rápido!... ¡Por favor!... —vociferó.
—¡Cálmese, amigo! —le dijo Juan, el dueño del bar, mientras le tendía un vaso de ginebra—. Beba, y después cuéntenos qué le pasa.
El hombre narró que una especie de bestia lo había atacado y que venía tras él. Al Tata Brown se le escapó una sonrisita, y el tipo, sin mediar palabra, se desnudó el pecho. Tres surcos, como de garras, lo recorrían.
—Alguna que otra vez estuve con la Gladys... ¿Te acordás, Héctor? —me inquirió Marcos, guiñándome un ojo—. Te dejaba cada rasguñón la guacha…
—Me parece que nunca como éstos, Marquitos. ¡Mirá bien!
Marcos miró bien, se rascó la cabeza y silbó.
—¡Sí, tenés razón! Esto es otra cosa.
Entonces oímos un aullido, y Juan cerró la puerta.
—Ya es tarde —dijo.
Y tras un breve silencio, propuse llamar a la policía; pero el teléfono del boliche estaba roto, y un grupo de vejetes como nosotros no era precisamente partidario de los celulares. Avancé entonces con otras propuestas: curar al tipo, y echar cartas para determinar quién iría hasta la comisaría. Juan embebió una servilleta con aguardiente, se tomó un trago del pico de la botella, y después puso la servilleta sobre la herida del extraño. Por mi parte, mezclé las cartas, y no bien ofrecí el mazo para que tomaran una, Marcos dijo:
—¡Dejá! Voy yo.
Él era así, loquito pero valiente como un oso.
Por eso, cuando quince minutos después volvió al bar, blanco como un fantasma, para desplomarse frente a nosotros, supimos que algo andaba realmente mal. Felipe, que aún aferraba las cartas del treinta y tres en una mano, le tomó el pulso.
—Está muerto —lagrimeó.
—Y de miedo —añadió el borrachín de Lucas que, tambaleándose, se había acercado al grupo. Y aún dijo—: ¡Mírenle la cara! —antes de pedir un café doble con una pizca de coñac. Requerimiento que, lógicamente, cayó en saco roto.
—¿Y si esta vez sí echamos suerte? —dije para volver a romper el silencio.
Al poco, Felipe me entregó las cartas del envido y el dos de copas que lo expulsaba.
—¡Cuidame la mano hasta que regrese! —me dijo.
Jamás volví a saber de él. Me gusta pensar que aquella noche Felipe se marchó del pueblo, y que debe andar por ahí, en el bar de alguna gran ciudad, cantando envidos y trucos.
La cuestión era que sólo quedábamos cuatro parroquianos en el local, cuando propuse que aguardásemos, sin cometer ninguna otra osadía, la llegada del amanecer.
Entonces Juan marchó hasta la barra y sacó una escopeta.
—Nunca la usé —dijo—, pero esto se termina ya.
Poco después escuchamos un disparo, un gemido, como de perro apedreado, y un grito que sólo podía provenir de la boca de Juan, según dijo el Tata Brown. Íbamos a cerrar la puerta con llave y bajar la persiana, cuando la criatura entró como un torbellino sanguinolento en el bar. Y el Tata aún tuvo tiempo de exclamar «¡El chupacabras!», antes de que la bestia cayera sobre él. Entonces agarré una silla y se la partí al bicho en el lomo. Y luego otra, y otra. Y la bestia ya no volvió a levantarse.
—¡Bien hecho! —dijo el extraño, mientras apoyaba sobre mi hombro una mano que se transformó en garra.
Y de pronto me vi de espaldas al suelo, y sentí que me hendían el pecho como si fuera de papel. Y oí un disparo, y antes de desmayarme, alcancé a observar, como Juan, malherido, desde el vano de la puerta, remataba a la criatura.
Una semana después supe que los únicos sobrevivientes de aquella noche habíamos sido Lucas y yo. Pero la policía estaba interesada en conocer mi versión de los hechos, ya que habían desestimado la del borrachín.
—Ése se bebió hasta el perfume de la noche —dijo el comisario al tomarme la declaración, y entre risas, agregó—: ¡Chupacabras! ¡Lo único que nos faltaba!
Sonreí.
Desde entonces voy de pueblo en pueblo y de víctima en víctima, con el exborrachín de Lucas tras mis pasos. Lástima que, a diferencia de lo que sucede con los hombres lobos, para matar a un chupacabras no se requiera de algo tan romántico como una bala de plata.
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El presente relato ha sido publicado (páginas 88-90) en el número 2 de «La sirena varada, revista literaria bimestral», que lleva adelante la Editorial Dreamers, de México. La versión digital puede descargarse desde la web de dicha editorial.
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lunes, 24 de julio de 2017

Mary



LA NIÑA está sentada sobre la cama. A su lado, Mary le hace compañía. La madre le ha dicho que se arregle, que van a salir y que no van a volver. La niña no entiende lo que quiere decir con que no van a volver, si siempre que salen, aunque vayan muy lejos, como cuando fueron a visitar a la abuela, siempre vuelven. Hay muchas cosas que la niña no entiende, pero no se preocupa, porque sabe que su mamá siempre vela por ella. Lo único que tiene que hacer ahora es arreglarse para salir. Pero primero debe poner linda a su Mary. Para ello elige un vestidito largo a cuadros, un pañuelo floreado para el cuello y dos anillitos de cristal. Luego la peina amorosamente y va a buscar las botitas azules que guarda en el ropero. Entonces entra su mamá con una valija, toma de la mano a la muñeca y le dice: «¡Vamos, Angélica!». Pero la mano libre de la muñeca se enreda con las sábanas y retiene a la mujer. La atribulada madre se percata de su distracción y abraza entre lágrimas a la niña. Y la niña, que también llora, acaricia la cabeza de su mamá, y ve —si bien de grande se convencerá de que creyó ver— cómo Mary le guiña un ojo.
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martes, 11 de julio de 2017

Tiempos modernos



«Niños eran los de antes: dóciles, puros, amables, y sobre todo, magros», dijo la bruja, tras medirse el colesterol.
Foto © Desconocido
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martes, 27 de junio de 2017

La chica del paraguas



A LA HORA de la siesta, la ciudad era un horno. Y yo me estaba cocinando en la esquina de Lavalle y Belgrano, cuando vi que una chica venía caminando hacia mí con un paraguas abierto. Con este sol eso no tendría nada de extraño, si no fuera por el hecho de que llovía dentro del paraguas. Era una lluvia tenue, de esas que mojan al cabo de un rato.
—¿No sabés si ya pasó el 223? —me preguntó.
—Debe pasar en cualquier momento —demoré en responder.
La chica giró una perilla en el mango del paraguas y la lluvia se incrementó de manera considerable. Se la veía tan a gusto que dolía.
—¡Qué sol para esta esquina sin sombra! —dije chambonamente al tiempo que me secaba el sudor de la cara.
—Si no te importa mojarte… —me susurró la chica, haciéndome un lugar bajo el paraguas.
Y de repente oí mi nombre como un eco lejano, y sentí que me zamarreaban y que me palmeaban las mejillas. Era la impuntual de mi novia.
—¡Estás empapado!, ¿qué te pasó? —dijo.
—No le pregunté cómo se llamaba —atiné a contestar.
—¿Cómo se llamaba quién?
—¡La chica del paraguas! —exclamé, mientras la observaba ascender, completamente seca, al 223.

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lunes, 12 de junio de 2017

La ordenanza



UNA MULTITUD se había reunido al pie de un par de edificios. No soy hombre de seguir los hábitos de las multitudes, pero me detuve y levanté la cabeza a imitación de mis congéneres. Un tipo, paraguas en mano, recorría sobre un alambre la distancia entre ambos edificios.
—¡Pobrecito! —exclamó una mujer a mi lado—. Ya llegó la policía.
—Sí, me temo que va a ir preso —dije.
—¿Ir preso?... ¡No! ¡Le van a cortar la cuerda!
—¿De qué está hablando usted?
—La ordenanza 9083, en su artículo 56, inciso C, dicta que: «Nadie usará los edificios para caminar sobre un alambre, so pena de cortársele, en pleno uso del mismo, el susodicho alambre».
—¡Eso es una locura!
—Así son nuestros concejales, caballero; siempre tan atentos a las necesidades de la comunidad. —Y levantando los brazos, agregó:— ¡Mire! ¡Qué rapidez cuando quieren!
Puse una mano en visera y observé que, efectivamente, uno de los policías se disponía a cortar el cable.
—¡Hay que hacer algo! —grité.
—¿Pero qué? —dijo la mujer mientras se persignaba.
Entonces la cuerda ganó el vacío y fue a parar, como un latigazo, sobre la cara del otro edificio; pero el hombre permaneció allí, flotando en el aire, riéndose de la autoridad, hasta que, tras hacernos una gentil reverencia, cerró el paraguas y se dejó caer lentamente hacia el cielo.
La multitud vitoreó al funambulista, yo invité a mi interlocutora a tomar un café, y, claro está, los concejales derogaron, aquel mismo día, la ordenanza 9083.

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lunes, 29 de mayo de 2017

Herencias



MI AMIGO Juan era un borracho perdido. A tal punto que sufría del famoso delirium tremens. Pero él no veía insectos, ni monstruos, ni cosas horrendas sino a un inofensivo elefante rosa. Lo de inofensivo, por supuesto, lo decía él, no su hígado, que más pronto que tarde lo abandonó en la estacada. ¡Qué buen tipo era Juan! Por eso me pareció de lo más normal que su abogado me notificase que estaba incluido en su testamento. Él sabía de sobra que le envidiaba la moto. No obstante, la moto se la legó a su hermana, que tenía miedo de andar hasta en triciclo; a mí, en cambio, me heredó su elefante rosa. Juan me había hecho ilusionar con el único fin de gastarme una broma de mala muerte. Con el aditamento de referirse al elefante, y no a mí, como «mi más preciado amigo». Al regresar a mi casa de lo del abogado, cerré la puerta de golpe, y casi al instante sonó el timbre. No tenía ganas de atender, pero, fuera quien fuese, se había olvidado de quitar el dedo. «¡Ya me va a escuchar!», chillé, mas al abrir no pronuncié palabra. Una trompa larga y rosa tocaba el timbre. «Mire —dijo el elefante a la vez que me tendía un documento—; aunque yo hubiera preferido la moto, aquí consta que Juan me lo dejó a usted como herencia».
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lunes, 15 de mayo de 2017

Las dos caras de la ventana



DICEN que nunca pasa nada interesante en los pueblos de provincia, pero se equivocan. En el mío llevamos trece meses de invierno. Al principio la gente no le daba importancia —«el cambio climático», decían a modo de chanza—, pero ahora hace tiempo que no hablan de otra cosa. Se preguntan si en el resto del país sucederá lo mismo. Nadie lo sabe. La televisión, la radio, internet, todo está fuera de servicio. Hay quienes proponen mandar voluntarios a las localidades vecinas, pero en cuanto alguien se aleja del pueblo, se enfrenta a un clima por demás crudo. Tan solo a un par de kilómetros, la nieve se extiende como un mar blanco. No hay vehículo ni piernas que lo resistan. Aun así, la nieve nos sigue resultando ajena…
Suspiro, dejo el lápiz anclado entre números, y miro a través de la ventana. Entonces mamá cierra la Biblia, y me pregunta, con voz fingidamente luminosa, si necesito ayuda. Con entusiasmo, le digo que sí. Ella me explica cómo resolver las divisiones con decimales, y mientras tanto, ya no piensa en el frío, en la falta de provisiones, en ese viento ronco que la desvela. Y sonríe.
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domingo, 30 de abril de 2017

Un largo e importante partido



«La Luna se está alejando de la Tierra; pero no hay de qué preocuparse, ya que se trata de un proceso de miles de millones de años, al cabo del cual se estabilizará en una nueva órbita», aseguran los expertos. Ignoran que, en el año 2053, Edmund Scott acelerará intencionadamente dicho proceso mediante una reacción en cadena del helio-3 que recubre la superficie lunar. Lo sé porque acabo de volver del futuro. Y no he tenido corazón más que para darle las buenas noches al pequeño Edmund, y decirle que mañana sí, por primera vez, iré a verlo jugar.
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El presente texto resultó finalista de la III Edición Premios Aquae de Microrrelatos Científicos 2016, que organiza la Fundación Aquae. (Página 91, del libro digital).
Imagen © Fundación Aquae
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domingo, 16 de abril de 2017

El precio



LAS PUERTAS y ventanas de la casa están abiertas de par en par. Los muebles lucen impecables, la mesa está puesta, el hogar encendido. Pero nadie responde a nuestras voces. Nieva y un viento helado se levanta.
—¡Entremos! —le digo a Paula.
Atravesamos el umbral y un golpe de viento cierra puertas y ventanas.
—¿Qué habrá pasado con los dueños de la casa? —me pregunta, y se queda con la mirada absorta en el fuego.
—No lo sé —respondo, y le señalo seducido los manjares sobre la mesa.
Como y bebo bestialmente. Paula me observa angustiada sin probar bocado.
—¡Marchémonos! —exclama de pronto, la mirada vuelta al fuego.
—¿Estás loca, mujer? —le grito desconociéndome, y agitando la copa furiosamente, ordeno—: ¡Más vino!
Paula toma la jarra, finge que me va a servir, pero corre hacia el hogar y la vierte sobre el fuego. De golpe, todas las puertas y ventanas se abren. Con pavor observo que los muebles están derruidos, la mesa vacía, el hogar colmado de cenizas sin tiempo.
Y caen los últimos copos de nieve y el viento cesa.
Ella me toma de la mano y me conduce fuera de la casa. Mientras recobro el aliento, siento cómo la mano de Paula se hace cada vez más blanda, y cuando la casa desaparece, me hallo aferrado a un recuerdo y al aire.
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sábado, 1 de abril de 2017

Náufragos



A mi amado Duque
(25 de septiembre de 2011 – 1 de febrero de 2017)
CUANDO comenzaba a flaquear, vi el bote. Pensé que no había nadie a bordo, pero al tratar de subir un gruñido me contuvo. Un perro de respetables colmillos custodiaba el cuerpo de un hombre. Permanecí en el agua un rato más, hasta que el perro dejó de gruñir. Ya sobre lo seco, encontré varios bidones con agua; bebí con fruición, y el can apartó la cabeza del pecho de su amo. Vertí un poco en mi palma y se la ofrecí. Bebió con idéntica fruición; varias palmas. Luego me aproximé al hombre que, como supuse, estaba muerto. Acaricié la cabeza del perro y cubrí el cuerpo del difunto con una manta. Había en el bote algunas provisiones que tampoco dudé en compartir con mi nuevo amigo. Cuando éstas se acabaron, me las ingenié para pescar. A él le costó más que a mí acostumbrarse al sabor de la carne cruda. Podría decirse que pese a las circunstancias todo marchaba bien, a no ser por el hedor del cadáver. Una mañana, ya harta mi nariz, lo arrojé al mar. El perro me miró tristemente, bajó la cabeza y se lanzó tras su dueño. Cuando me rescataron, llevaba cinco días sin probar bocado.
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El presente texto ha recibido una mención en la primera propuesta anual del VI Certamen de relato corto para mesilla de noche, que organiza el sitio Esta noche te cuento.

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miércoles, 15 de marzo de 2017

En la buhardilla



LOS SÁBADOS de madrugada, mientras me cree dormido, mamá sale de casa y regresa siempre con un extraño. Tras cuchichear brevemente en el living, los invita a subir a la buhardilla. Con cautela, los sigo; pero como echan llave, no sé lo que hacen. Me imagino que practican algún tipo de arte marcial, porque mi mamá suele abandonar la habitación con la ropa desarreglada como en los combates de yudo. Pero tengo la seguridad de que ella siempre gana, y de que ésa es la razón por la cual nunca he visto a nadie salir de la buhardilla. Muertos de vergüenza, los tipos se escapan por la ventana. Sin embargo, hace un mes, la puerta quedó sin llave.
Mamá se hallaba en el centro de una telaraña gigante, y a su lado yacía, medio envuelto en un capullo, el extraño de turno. Al verme, ella ocultó su rostro tras sus ocho extremidades y me suplicó que cerrara la puerta. Desde entonces mamá se la pasa llorando en la buhardilla. ¡Y para colmo está tan demacrada! Lo mejor será que ponga un aviso ofreciendo la buhardilla a hombres solos.
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El presente texto obtuvo el 2º premio en el 3º Concurso de Microrrelatos de Terror de Sabadell y Librerío de la Plata (marzo de 2017).
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martes, 28 de febrero de 2017

Últimas cortesías



EL HOMBRE arrojó una palada de tierra y recién entonces se dio cuenta de que la mujer conservaba los ojos abiertos. Sin pensarlo, clavó la pala en el suelo y descendió al pozo. Una, dos, tres veces pasó su mano por aquellos ojos que, en otras tantas ocasiones, volvieron a abrirse. Bufó. Durante veinte años ella nunca le había dado el brazo a torcer, y pese a las limitaciones de su nueva circunstancia, parecía dispuesta a seguir con su costumbre. El hombre, incapaz de resignarse a esta última derrota por pequeña que fuese, salió de la fosa raudamente. Tras desordenar media casa, regresó con el pegamento que su mujer le había encargado comprar. Leyó el prospecto, le cerró los ojos y, manteniéndolos apretados, los colmó de adhesivo. Cinco minutos después, al retirar la mano, la mujer volvió a abrir los ojos con el añadido de que se clavaron, viva e intensamente, en los suyos. El hombre profirió un alarido al tiempo que una palada de tierra golpeaba su rostro. Pensó que era eso lo que súbitamente le vedaba la visión, pero, tras recibir una segunda palada, la mujer dijo:
—Yo tampoco quería que te entrase tierra en los ojos.
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Foto © Desconocido
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sábado, 18 de febrero de 2017

Ropa de estación



CON LA LLEGADA de los primeros fríos, te dirigís al armario y buscás en el segundo cajón aquel pulóver verde con filigranas de ositos.  Ponés el pulóver sobre la cama y sacás de otro cajón un par de medias gruesas de lana. Luego abrís la puerta con luna y pasás percha tras percha, hasta que das, debajo del guardapolvo, con la camisa leñadora que tanto le agrada. Finalmente, cuando la muda de ropa está completa, apagás la luz y salís de la habitación esbozando una leve sonrisa.
Durante días y más días la ropa persiste allí, intacta; como intacta persiste tu esperanza de que un día ya no la encuentres sobre la cama… Y que lo de la curva no haya sido más que un largo y triste sueño de invierno.
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jueves, 19 de enero de 2017

A un metro y medio de altura



AL APARTAR la vista del libro, lo veo. Atónito, limpio mis anteojos y vuelvo a mirar. Un gorrión, en efecto, se ha quedado suspendido en el aire. La gente discurre tan abismada en sí misma que nadie más que yo se da cuenta de esta singularidad. A poco, y tras pasarle una mano por arriba para constatar que ningún hilo invisible lo sostiene, noto que el gorrión alterna su mirada entre mi persona y el piso. Me acuclillo para buscar no sé qué, y, justo antes de pararme, descubro fortuitamente algo en su pecho. Entonces, con delicadeza, le doy cuerda.
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El presente texto obtuvo una mención en el IV Certamen de Microrrelatos "Realidad Ilusoria".
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