LLUEVE
dentro de la habitación. Fina y persistentemente. A ratos el techo se inquieta
y caen goterones como puños, relampaguea y truena.
Benjamín,
sentado en una silla destartalada, parece dormido. Cuando el agua le llega a
los hombros, abre los ojos, se pone de pie y se dirige hacia la puerta.
Mientras la atraviesa cansinamente, murmura “La alcoba principal, dos cuartos
de huéspedes, el salón de juegos, un baño y ahora la biblioteca”.
Mira
hacia un lado y otro de la sala y se acomoda en un sillón de cojines empolvados
junto a la chimenea. El espacio mansamente comienza a oscurecer.
Benjamín sonríe, cierra los ojos y, aunque
trata de no pensar en nada, lo asedia una vez más la incertidumbre: ¿pueden los
fantasmas ahogarse?