domingo, 27 de enero de 2013

Fábula para los días sin sol



EL MAGO extrajo una trompa larga y gris de la chistera, la trompa de un elefante. Atónito, intentó sacar al resto del paquidermo pero comprobó que este se resistía. Entonces, sin soltar el apéndice nasal, se asomó a la boca del sombrero e increpó al animal para que saliese.
—Lo siento —dijo el elefante—, al ver su mano le tendí la trompa porque creí que me estaba saludando. Pero entienda usted que me resulta imposible complacerlo.
—¿Por qué?
—Mire, por lo que olfateo, ahí afuera hay mucha gente y me da vergüenza aparecerme así, de improviso, tan despeinado y sin corbata.
—¡Esas cosas no le importan a los niños!
—¿Niños? Nunca vi uno. ¿Cómo son?
—Son como el resto de la gente aunque pequeñitos de cuerpo.
El elefante se quedó pensativo.
—Sin embargo los niños tienen una particularidad... aunque de seguro a usted eso no le interesa.
—¿Cuál? —dijo el paquidermo con los ojillos redondos como monedas.
—Los niños, a diferencia de sus mayores, creen que se puede sacar cualquier cosa de una chistera, incluso un elefante. ¿Pero sabe qué pasa cuando, por ejemplo, dicho elefante se niega a salir?
—No.
—Dejan de creer en la magia.
—¡No me diga!
—Sí le digo. Aunque mejor no lo entretengo más... Sólo una última cosa, ¿no vio al conejo por ahí?
—Señor mago, habiendo un elefante aquí pregunta usted por un conejo. ¡Vamos, vuelva a jalarme de la trompa que me muero por conocer a esos niños!
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jueves, 24 de enero de 2013

Aprender a aprender



[RECETAS EXPRESS PARA MEJORAR NUESTROS RELATOS, XCIII]
Por una parte está genial que quien está aprendiendo a escribir se deje llevar en cada momento por lo que le sale de las tripas, porque también es la única forma de que salga a la luz todo su potencial, su mirada particular, elementos originales y únicos del inconsciente, de que vaya profundizando en temas que en verdad le importen, etc. Siempre insisto a mis alumnos en que no anden pensando en la técnica mientras escriben. Es buenísimo que se dejen llevar por la intuición.
Por otra parte, la intuición va pasando de estar muy embrutecida (por ejemplo, a mucha gente la intuición le dicta al principio que ha de escribir con frases hechas, en abstracto, con un lenguaje formal o con uno prestado de los autores del s. XIX) a ser cada vez más fina.
La finura en la intuición no proviene sino de ir asimilando la técnica, haciéndola propia. Y eso proviene, a su vez, del progresivo reconocimiento de los errores o las debilidades. Por eso hay que revisar (en los relatos sucesivos y también en el mismo texto) el producto resultante, aprender a cribar y separar las pepitas de oro del lodo.
Como profesora, soy la mosca cojonera (con perdón) que pongo en cuestión (con un punto de vista externo a los estudiantes) muchas de sus opciones (conscientes o inconscientes). Y es recomendable que luego cuestionen, a su vez, cada uno de mis comentarios.
En el aprendizaje la fe ciega no sirve de nada. Está bien cierta confianza previa en el profesor, porque si uno desconfía de cada una de sus palabras, será incapaz de extraer ningún aprendizaje de ellas. Pero no ha de ser una confianza ciega. Se trata de percibir el autoengaño a través del espejo en el que se convierte el profesor. Por eso si no se pone en cuestión lo que él dice, tampoco se aprenderá mucho.
Al final, en la escritura, uno está solo consigo mismo, y uno mismo habrá de tomar la decisión final (y eso incluye hacer o no hacer caso de cada uno de los puntos que marca el profesor).
A veces yo —en mi subjetividad lectora—  me invento la mitad de la historia que leo (quizá porque la que quería contar el autor no está lo suficientemente clara), y no creo que fuese bueno que el estudiante se volcase en escribir la historia que yo quiero leer o la que yo habría escrito en torno a su idea inicial.
Simplemente, a través de mis sugerencias, habrá de ir al fondo de la cuestión, a los puntos en los que quizá yo me he desviado de la interpretación que él buscaba por una excesiva indefinición del texto, y afianzarlos.
Aprender a aprender es quizá la clave del aprendizaje.
Y valga la redundancia.
Isabel Cañelles
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miércoles, 16 de enero de 2013

Antes del campeonato mundial de pajaritas



NOS conocimos en el hotel. Me reveló que gracias a numerosos años de perfeccionamiento era capaz de hacer un ave Fénix. Como no vio asombro en mí, sacó una hoja y, mediante precisos y estudiados pliegues, respaldó sus palabras. «No está mal», le iba a decir más por cortesía que otra cosa, cuando el ave, sin intervención alguna de su parte, ardió en coloridas y fulgurantes llamas. Luego, como era de esperarse, renació de sus cenizas. Sentí que me apartaban impunemente de mi sueño.
―¿Y lo suyo? ―dijo con cierto desdén en la mirada.
―¿Me concede una hoja? ―respondí.
Y tras precisos y estudiados pliegues, le solicité al tigre que me devolviera la ilusión.
Safe Creative #1111120501885
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sábado, 12 de enero de 2013

Dos o tres principios



Hay dos hombres que con sus enseñanzas, sencillas y luminosas, me han proporcionado esta fuerza de intentarlo siempre todo: Louis Bouilhet y Gustave Flaubert. Si hablo aquí de ellos y de mí, se debe a que sus consejos, resumidos en pocas líneas, serán quizás útiles a algunos jóvenes menos confiados en sí mismos de los que se suele ser de ordinario cuando se inicia la carrera literaria.
Bouilhet, a quien conocí primero, de una manera algo íntima, unos dos años antes de granjearme la amistad de Flaubert, a fuerza de repetirme que cien versos o quizá menos bastan para cimentar la reputación de un artista, si esos versos son irreprochables y contienen la esencia del talento y de la originalidad de un hombre incluso de segundo orden, me hizo comprender que el trabajo continuado y el profundo conocimiento del oficio pueden, un día de lucidez, de orden y de arrebato, mediante la feliz conjunción de un argumento que concuerde bien con todas las tendencias de nuestro espíritu, provocar esta aparición de la obra corta, única y tan perfecta como somos capaces de crearla.
Comprendí que los escritores más conocidos nunca han dejado más de un volumen, y que es preciso, ante todo, tener la suerte de encontrar y descubrir, en medio de la multitud de materias que se presentan a nuestra elección, aquella que absorberá todas nuestras facultades, toda nuestra valía, toda nuestra potencia artística.
Más adelante, Flaubert, a quien veía con frecuencia, me honró con su amistad. Me atreví a someterle algunos ensayos. Los leyó bondadosamente y me respondió: «Ignoro si tendrá usted talento. Lo que me entrega revela cierta inteligencia, pero no olvide usted esto, joven: el talento, en frase de Bufón, es tan sólo una larga paciencia. Trabaje».
Trabajé y volví con frecuencia a su casa, dándome cuenta de que le caía en gracia, ya que me llamaba, sonriendo, su discípulo.
Durante siete años escribí versos, cuentos, novelas e incluso un drama abominable. Nada quedó de todo ello. El maestro lo leía todo; luego, el domingo siguiente, mientras almorzaba, desarrollaba sus críticas e infundía en mí, poco a poco, dos o tres principios que son el resumen de sus largas y pacientes enseñanzas: «Si se posee originalidad ―decía―, es preciso destacarla; si no se posee, es preciso adquirirla». «El talento es una larga paciencia»; se trata de observar todo cuanto se pretende expresar, con tiempo suficiente y suficiente atención para descubrir en ello un aspecto que nadie haya observado ni dicho. En todas las cosas existe algo inexplorado, porque estamos acostumbrados a servirnos de nuestros ojos sólo con el recuerdo de lo que pensaron otros antes que nosotros sobre lo que contemplamos. La menor cosa tiene algo desconocido. Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde y un árbol en una llanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que no se parezcan, para nosotros, a ningún otro árbol y a ningún otro fuego.
Esta es la manera de llegar a ser original.
Además, tras haber planteado esa verdad de que en el mundo entero no existen dos granos de arena, de moscas, dos manos o dos narices iguales totalmente, me obligaba a expresar, con unas cuantas frases, un ser o un objeto de forma tal a particularizarlo claramente, a distinguirlo de todos los otros seres o de otros objetos de la misma raza y de la misma especie.
«Cuando pases me decía ante un tendero sentado a la puerta de su tienda, ante un portero que fuma su pipa, ante una parada de coches de alquiler, muéstrame a ese tendero y a ese portero, su actitud, toda su apariencia física indicada por medio de la maña de la imagen, toda su naturaleza moral, de manera que no los confunda con ningún otro tendero o ningún otro portero, y hazme ver, mediante una sola palabra, en qué se diferencia un caballo de coche de los otros cincuenta que lo siguen o lo preceden».
Guy de Maupassant
Del Prólogo de la novela Pedro y Juan
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miércoles, 2 de enero de 2013

Prórroga



TRAS noventa y nueve años solo falta uno para que el maleficio de la abrumadora muralla que aísla la ciudad del resto del mundo llegue a su fin. En la mente de sus habitantes resuenan distantes ―y ya ajenas― historias de guerras y hambrunas, de invasiones y reyes despóticos, de servidumbres y barbarie.
Afortunadamente, y gracias a la participación voluntaria de todos, incluidos ancianos y niños, habrán colocado seis meses antes de que eso suceda la última piedra de la flamante ―y no menos abrumadora― muralla.
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