EL PADRE MARIO quería adornar cada una de las esquinas de su iglesia con una gárgola. Pero como las contribuciones de los fieles eran insuficientes para hacerlas de piedra, habló conmigo para que las tallara en madera. Yo ignoraba lo que era una gárgola, y cuando lo supe no me agradó la idea.
—Padre, aquí le traigo los bocetos de unos ángeles —le dije al día siguiente.
—Ángeles, no; gárgolas. Pero si éstas escapan a sus habilidades, se las encargo a otro.
El curita sabía pegar donde duele.
—En seis meses se las tendré listas —le dije mientras hacía papel picado con los bocetos.
Al cabo del sexto mes golpearon a mi puerta. Era, lógicamente, el padre Mario. Con gesto de aprobación, caminó alrededor de cada una de las esculturas pero al llegar a la tercera y a la cuarta, arqueó las cejas.
—Hay un problema —dijo—. ¡Estas dos son hembras!
—¿Qué dice? ¡Si ni siquiera pensé en ponerles sexo!
—No obstante…
—¡Ah, bueno!, dígame, ¿cómo sabe que estas dos son hembras?
—Entre otras cosas, por la mirada de los machos.
Y ciertamente descubrí un fuego en los ojos de aquellas gárgolas que yo no había puesto ahí.
—¡Cosa de mandinga! —dije y me santigüé.
—No se preocupe… ¡Donde hay amor no hay pecado! El viernes las caso y el domingo las encaramamos al techo de la iglesia.
—¿Y el sábado? —quise saber.
—Aunque breve, la luna de miel, por supuesto.
Y por mi madre, que Dios la tenga en la gloria, juro que algo parecido al rubor iluminó entonces las cándidas mejillas de las hembras.
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4 comentarios:
Si fuera tan fácil solucionar los problemas reales...
Saludos!
J.
Qué bonito! Gárgolas que aman y se ruborizan. ¿Sera porque el escultor les dio alma de ángeles?
¡Vaya vista tiene el señor cura!
Bueno, José, nunca se sabe, ¿no?
Seguramente sí, Ángeles ;)
Sin dudas se trata de un tipo muy perspicaz, Miguel Ángel.
Saludos cordiales
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