jueves, 27 de diciembre de 2018

El delicado asunto del tubo de dentífrico



UN DÍA mamá dijo que nuestra casa era un caos y que para revertir tal situación necesitábamos reglas claras. Que no hacer ruido al tomar la sopa, que no dejar entrar al perro a los dormitorios, que a las diez a la cama. Las reglas eran para todos y todos las obedecíamos a cara caída. Pero un día papá simplemente no pudo más. Agarró el tubo de dentífrico, lo apretó por la parte de arriba y nos alentó a que hiciéramos lo mismo. ¡Todo en presencia de mamá! Ella puso el grito en el cielo y, tras achacarle que era un mal ejemplo, le arrebató el tubo y el cepillo de las manos y vociferó:
—¡Acá nadie se lava los dientes si no acata las reglas!
Papá, imitándola en voz y movimientos, también vociferó:
—¡Las reglas, las reglas, todos deben obedecer las reglas o sucumbir!
Yo no sabía qué significaba sucumbir, supongo que Matías tampoco, pero a ambos nos causó tanta gracia que nos echamos a reír. Mamá se puso roja como un volcán en erupción y antes de que las palabras que mascullaba hallasen forma definitiva, papá nos dio un beso y se marchó a trabajar. Lo primero que mamá hizo entonces fue reacomodar el contenido del tubo apretándolo por debajo y observar que nos laváramos los dientes según las reglas. Lo segundo, fue una llamada telefónica.
Cuando a las siete y media papá volvió, no pudo entrar.
—¡Lo siento, cariño —le dijo mamá desde el primer piso y sacando la mitad del cuerpo fuera, al tiempo que meneaba una reluciente llave entre sus dedos—, pero la nueva regla es que quien desobedece las reglas se queda de patitas en la calle!
No sé qué me pasó entonces por la cabeza, pero cuando estaba a punto de lanzarme sobre mamá para darle un empujón, Matías apretó el tubo de dentífrico por arriba vaciando parte de su contenido sobre el parquet.
De la impresión, mamá se cayó por la ventana.
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miércoles, 12 de diciembre de 2018

Los árboles mueren de pie



CAMINO a paso de tortuga. No quiero ir al velorio pero Luciana insiste. «Era tu mejor amigo», dice. Y tiene razón. Hace una semana me había llamado para que nos reuniéramos a jugar al pool, como antes. Le dije que no podía, que tenía que levantarme temprano para llevar los chicos a la escuela. Mentí. Al colegio siempre los lleva Luciana. Me planto como una mula a una cuadra de la sala velatoria, y mi mujer dice: «No tengas miedo, voy a estar a tu lado». Ella está conmigo pero pudo haber estado con él. Hace veinte años jugamos unos partidos de pool que definirían nuestras vidas. Luciana nunca lo supo pero los dos andábamos atrás de ella. Nuestra amistad corría peligro. Dijimos: «El mejor de una serie a cinco partidos tiene vía libre con Luciana, el otro se hace a un lado». Sobra decir que estábamos medio borrachos, pero siempre fuimos tipos de palabra. Cuando metí la bola ocho, que ponía la serie tres a dos, él se quedó sereno e íntegro como un árbol, un poco emulando a la abuela de aquella obra que habíamos leído en el colegio «Los árboles mueren de pie». Luciana me tira del brazo. Yo me casé con ella, tuvimos tres hijos, somos felices. Él permaneció soltero. Y se distanció para no estorbar. El otro día me llamó para jugar al pool. «Un último partido», dijo. Le contesté que no podía. Mentí. Estaba enfermo y le restaban pocos días, supe después. Luciana me ayuda a traspasar el umbral. Pienso que si yo hubiese perdido la serie, me hubiera quedado soltero como él. Así la amábamos. Les damos nuestro pésame a los padres y nos acercamos al féretro. Lagrimeo. Luciana me consuela. Él me llamó para jugar al pool y yo le dije que no podía.
Mentí.
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