miércoles, 31 de octubre de 2018

La carga



ANTE LA REPENTINA TEMPESTAD, el capitán ordena que aseguren la carga con cuerdas y que un hombre armado se sume al clérigo y la vigile. La misma consiste en una caja de tres metros de altura por uno cincuenta de ancho y de profundidad. Nadie sabe qué contiene. La abstraída presencia de aquel sacerdote, que camina alrededor de la caja mientras reza, no hace más que aumentar los rumores entre la tripulación. Algunos dicen que se trata de una reliquia sagrada; otros, de un artefacto demoníaco. Lo cierto es que hasta ahora había sido una travesía sin mayores contratiempos. Pero la tormenta ha puesto inusualmente nervioso al capitán, que maldice cada vez que las olas sacuden al barco y mojan su rostro. Bajo cubierta, entretanto, un marinero provisto con un fusil observa al religioso y le pregunta:
—Padre, ¿qué hay en la caja? —El hombre de fe se abstiene de responder y continúa rezando.
Entonces, el viento y las olas arrecian, y el barco no llega a escorar de milagro, pero las cuerdas se rompen o se sueltan y la caja cae hacia un costado. El clérigo se acerca y la ausculta.
—¡Gracias a Dios, continúa dormido! —exclama.
Y antes de que el marinero haga la pregunta obvia, una especie de rugido se impone en violencia a los truenos. Acto seguido, la caja se deshace en manos de aquel esperpento que mira al cura y al marinero y otra vez al cura.
—¿Dónde estamos? —quiere saber.
—En medio del mar, rumbo a Roma.
—¡Decidle a vuestra Excelencia que jamás volveré! —vocifera, y sacudiéndose de las alas los restos pétreos, mal camina hasta la cubierta y gana el cielo, que ya ha comenzado a despejarse.
Recién entonces se oye un disparo.
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sábado, 13 de octubre de 2018

Antes del mar



TODAS LAS TARDES, el anciano se sentaba frente al mar con una foto amarillenta, también de cara al mar, a su lado.
—Hace un poco de frío, Marta, pero el solcito está lindo, ¿no? —decía, y posaba una mano a forma de abrazo sobre la imagen.
A veces el viejo agarraba la foto y caminaba hasta el borde mismo del agua, porque según él, ella se lo pedía, y se quedaba allí, conversando con los recuerdos como un árbol conversa con los pájaros.
Yo, para descansar de mi hábito de correr, solía sentarme junto a la pareja. La primera vez que lo hice, el viejo se molestó y no me devolvió el saludo. Pero unos minutos después me dijo:
—Marta acaba de regañarme por maleducado. Disculpe usted. ¡Buenas tardes!
—¡Buenas tardes! —le volví a decir, sonriendo, y nos demoramos más de una hora charlando.
Cada tanto intervenía en la conversación Marta, que estaba al día con las noticias, ya que por las mañanas entre mate y mate el viejo le leía los diarios. Lo más curioso, no obstante, era que ella y yo coincidimos en nuestro gusto por Nino Bravo; gusto que, vale mencionarlo, heredé de mi abuela. Al cabo, cuando me puse de pie, el viejo me dijo:
—Marta quiere saber si mañana también puede detenerse un ratito a conversar… que a mí, dice, me hace bien.
Ese pedido desde la soledad me dio pena y no pude negarme.
Así, entre charla y charla, se nos fueron tres meses, hasta que el viernes pasado hallé al pobre viejo sin vida. Tenía una mano posada sobre la foto, pero en la foto, Marta, permítaseme la frase, brillaba por su ausencia. Entonces, perplejo, aparté la vista y descubrí a aquella pareja de jóvenes que, antes de meterse al mar, me saludaron afectuosamente.
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