lunes, 28 de septiembre de 2009

Seda


Refieren que allá por los años cincuenta cuando Piazzolla presentó una de sus obras de vanguardia se armó una gresca de aquéllas, a golpes de puño y sillazos, entre los tradicionalistas y los piazzollistas. A uno de éstos, lo escuché contar que en tal acto se hallaba presente un importante director de orquesta francés que más que asustarse por el clima bélico, entusiasmado, expresó: «Excelente, excelente; si una obra genera esto es porque algo tiene». Lamento no recordar los nombres propios de los citados, pero lo importante, para el caso es la anécdota en sí. Ya que, algo parecido, en cuanto a dividir aguas, sucede con la obra «Seda» de Alessandro Baricco. Tras ver, el sábado, la película; disfrutar, el domingo, el libro; y, antes de escribir estas líneas, oteando en la red, resulta que me he sorprendido por los amores y odios que ha levantado esta obra. Entre éstos: Que se vende como novela y es un cuento largo —para mí es una novela corta—; que le sobran páginas; que los capítulos formados por un solo párrafo son una estafa; que es ingenua y no sé qué más. La Wikipedia, dice, en cuanto a Baricco, algo que es aplicable a la disputa en torno a Seda: «Para sus críticos es demasiado celoso de la forma e insoportablemente naïf; para sus seguidores, un genio del estilo y la temática». En lo personal, creo que es una obra para deleitarse. Arriesgaría, incluso, si me apuran, a calificarla de exquisita. Pero creo que en parte las críticas responden a que se trata de una novela escrita en un estilo personalísimo, de prosa poética, de sucesión de pequeños cuadros o estampas; que desconcierta a quien espera una obra de estructura más clásica. Una de las opiniones en contra que he leído, por ejemplo, le achaca repeticiones innecesarias. Punto que al principio a mí también me llamó la atención. Veamos, cuando narra el viaje del protagonista de Francia a Japón —hecho que sucede varias veces— dice:


«Cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, alcanzó en tren Viena y Budapest para luego proseguir hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó por cuarenta días hasta encontrar el lago Baikal, que la gente del lugar llamaba: el mar. Remontó el curso del río Amur, caboteando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk por once días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, sobre la costa oeste del Japón. A pie, recorriendo caminos secundarios, atravesó las provincias de Ishikawa, Toyama, Niigata, entró en la de Fukushima y alcanzó la ciudad de Shirakawa […]»


Este párrafo, con ciertas variantes, se repite tantas veces como viajes realiza. Ahora bien, esa repetición, a mi entender no es caprichosa. Una, claro, porque los viajes suceden. La otra, y más importante, porque están destinadas a evocar un ritmo poético. Si esto no se percibe, entonces las sucesivas reproducciones del fragmento nos parecerán gratuitas. En estas líneas hay un detalle delicioso: cada vez que se refiere al lago Baikal, menciona que la gente del lugar lo llama: el mar, el demonio, el último, etc.; es decir, siempre de una manera distinta.



Llegados a este punto, el amable lector que no haya leído la «nouvelle» se preguntará de qué va la historia. Sepan disculpar mi torpeza, paso a satisfacer vuestra inquietud:

A mediados del siglo XIX, Hervé Joncour, debe viajar de manera reiterada al lejano y exótico Japón para adquirir huevos de gusano de seda para la floreciente industria de Lavilledieu, su pueblo. En la lejana aldea a la que arribará a tal efecto, conocerá a Hara Kei, «el hombre más buscado del Japón, al dueño de todo lo que el mundo intentaba llevar fuera de aquella isla»; y, lo que es aún más relevante, a su mujer…

Lo demás… lo demás, hay que leerlo.

En cuanto a los personajes, éstos son descriptos por sus acciones; los rasgos físicos apenas se esbozan. Uno de los que más me ha gustado es Baldabiou, personaje clave en la historia.



El libro se publicó en 1996 y el film es del 2007. En cuanto a éste creo que si bien cumple, el resultado final se desluce un tanto en comparación con el texto.

Por último, a modo de ejemplo, vaya uno de los capítulos más extensos de la novela (o cuento largo o novela corta):


Capítulo 7


BALDABIOU ERA, también, el hombre que ocho años antes había cambiado la vida de Hervé Joncour. Eran los tiempos en que las primeras epidemias habían comenzado a mellar la producción europea de huevos de gusano. Sin descomponerse, Baldabiou había estudiado la situación y había llegado a la conclusión de que el problema no había que resolverlo; había que evitarlo. Tenía una idea, le faltaba la persona apropiada. Se dio cuenta de haberla encontrado cuando vio a Hervé Joncour pasar delante del café de Verdun, elegante en su uniforme de subteniente de infantería y orgulloso en su paso de militar en licencia. Tenía 24 años, entonces, Baldabiou lo invitó a su casa, le desplegó delante un atlas lleno de nombres exóticos y le dijo

—Felicitaciones. Finalmente has encontrado un trabajo serio, muchacho.

Hervé Joncour oyó toda una historia que hablaba de gusanos, de huevos, de pirámides y de viajes en barco. Luego dijo

—No puedo.

—¿Por qué?

—En dos días termina mi licencia. Debo regresar a París.

—¿Carrera militar?

—Sí. Así lo ha querido mi padre.

—No es un problema.

Tomó a Hervé Joncour y lo llevó a donde el padre.

—¿Sabe quién es éste? —le preguntó después de haber entrado en su estudio sin hacerse anunciar.

—Mi hijo.

—Mire mejor.

El alcalde se recostó contra el espaldar de su poltrona de cuero y comenzó a sudar.

—Mi hijo Hervé, que en dos días volverá a París, donde lo espera una brillante carrera en nuestro ejército, si Dios y santa Inés lo quieren.

—Exacto. Sólo que Dios está ocupado en otras cosas y santa Inés detesta a los militares.

Un mes más tarde Hervé Joncour partió para Egipto. Viajó en un barco llamado Adel. A los camarotes llegaba el olor de la cocina, había un inglés que decía haber combatido en Waterloo, la tarde del tercer día vieron delfines brillar en el horizonte como olas borrachas, en la ruleta caía siempre el dieciséis.

Volvió dos meses después -el primer domingo de abril, a tiempo para la Misa Mayor con millares de huevos envueltos en algodón en dos grandes cajas de madera-. Tenía un montón de cosas que contar. Pero lo que le dijo Baldabiou, cuando se quedaron solos, fue

—Háblame de los delfines.

—¿De los delfines?

—De la vez que los viste.

Ése era Baldabiou.

Nadie sabía cuántos años tenía.


***


Fotogramas de la película

1- Alfred Molina y Michael Pitt en los papeles de Baldabiou y Hervé Joncour.

2- La bella Keira Knightley, como Hélene, la esposa del protagonista; y Alfred Molina.

3- Sei Ashina, como la movilizadora del deseo.


martes, 22 de septiembre de 2009

Secreta multitud


Eva ignora que en la cama siempre somos tres. Y la verdad, no tengo corazón para pedirle a mi finada esposa que renuncie a ser la sábana que nos cobija.


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Foto

jueves, 17 de septiembre de 2009

De escándalos y detectives


«Un escándalo en Bohemia», de Arthur Conan Doyle, posee un comienzo que no invita sino que empuja a seguir leyendo. Para refrendar lo dicho, he aquí tal inicio.



Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Pocas veces lo he oído nombrarla de otra forma. Para él, ella eclipsa y domina a todo su sexo. Y no es que sintiera por Irene Adler nada semejante al amor. Las emociones, y ésa en particular, no conmovían a su inteligencia fría, precisa y admirablemente equilibrada. Estoy persuadido de que era la máquina más perfecta del mundo para razonar y observar, pero como enamorado se hubiera encontrado en una posición inestable. Si hablaba alguna vez de pasión amorosa, lo hacía con burla; era algo admirable para un observador, una excusa excelente para descorrer el velo que cubre las acciones y las motivaciones de las personas. Pero para el que está entrenado en razonar, admitir estas intrusiones en un temperamento que está ajustado con toda delicadeza, hubiera sido introducir un factor perturbador, capaz de poner en duda todos los resultados de su mente. Para él una emoción fuerte en este sentido sería mucho más perturbadora que si uno de sus delicados instrumentos tuviera una arenilla o una de sus lupas de aumento estuviera rota. Y sin embargo había una mujer para él y esa mujer se llamó Irene Adler.



Resulta interesante lo autónomo pero, a la vez, cabalmente integrado de este fragmento al resto del relato. Es decir, el texto podría entrar directo (haciendo alguna modificación al final —ya veremos por qué—) por el segundo párrafo:



Últimamente yo había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había alejado el uno del otro. Mi felicidad perfecta y […]



Sin embargo, dicha acción despojaría al texto de gran parte de su encanto, ya que ese inicio marca el tono y la esencia del mismo; lo engloba. A tal punto que, como no podía ser de otra manera, las dos últimas palabras del relato son «la mujer».


Imagen: Peter Cushing en la piel de Holmes.


sábado, 12 de septiembre de 2009

La promesa




Estuvo casi hasta el alba dando círculos sobre el cementerio, no podía hallar su cripta. Al final, no le quedó otra que ocupar un nicho del panteón popular. Entre imprecaciones se juró que —aunque el hambre lo quemara— jamás volvería a alimentarse de un ebrio.


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lunes, 7 de septiembre de 2009

El lector errante


Con esta entrada inauguro una nueva sección, "El lector errante", dedicada sin mayores pretensiones a evocar aquellos textos que han hecho las delicias de un servidor. ¿Y qué mejor manera de dar rienda suelta al asunto que hacerlo con minificciones?



LA PRUEBA


Si un hombre atravesara el Paraíso en un Sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano. . . ¿entonces qué?


Samuel Taylor Coleridge


La literatura apela con frecuencia a un juego de ecos y, aunque carezco de la certeza que éste lo sea —al menos conscientemente—, es, creo, un bello ejemplo:



EL CUENTO SOÑADO


¿...Y si, como yo soñé haber escrito este cuento, quien lo lee ahora simplemente sueña que no lo lee?


Álvaro Menen Desleal


Y así nos quedamos, con los interrogantes a flor de piel…


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