Pelar y cortar cebollas no es una tarea fácil. Hay que tener cierto amor por las lágrimas. Cierta profesión lacrimógena. ¡No era su caso! Pero estaba obligada; su marido, tenía tres pasiones: el alcohol, golpear a diestra y siniestra cuando estaba borracho, y, por supuesto, las cebollas. Quizás, por eso, las odiaba tanto. Ella quería reír, reír despreocupada como la niña que nunca había dejado de ser… Y tenía que llorar, llorar por los golpes y llorar por las cebollas. Ella, que odiaba tanto llorar y lloraba a mares. Si con sólo ver las cebollas ya empezaba a lagrimear, como si una mano extraña le abriera un grifo en los ojos. Y hoy, no sabía por qué, lloraba más que nunca. Por eso, cuando los insulsos borrachines amigos de su marido y la madre de éste, llamaron a la puerta y la encontraron bañada en lágrimas, creyeron que lo sabía... Su esposo, en una última hazaña alcohólica a fondo blanco, se había caído hacia atrás, desnucándose. Sintió que una risa, esa risa que creía perdida, pero que siempre había vivido en ella, le florecía desde lo más recóndito del alma, como un pájaro de luz. Sin embargo, sólo lloraba, lloraba con tal profusión, a lagrimones de elefante, que todos los secuaces del difunto quedaron conmovidos. «¡Qué mujer!», dijo uno; «¡y a pesar que la golpeaba tanto!», esgrimió otro; «¡increíble!», sentenció la madre. De más está decir que, desde aquel día, ella dejó de odiar a las cebollas, y que, pelándolas, jamás volvió a llorar, sólo a reír, reír, reír...
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