lunes, 15 de diciembre de 2008

Infidelidad

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Cuando la descubrió durmiendo con aquel intruso recién llegado la palidez de porcelana que caracterizaba su rostro adquirió un intenso tinte rosáceo que pronto viró al rojo de la sangre sublevada. Un trueno, entonces, se desarrajó en su garganta: «¡Es mía, mía!...» Llevándose el dedo índice a los labios, la mujer abandonó, sigilosa, el lecho. Y ya a su lado, de cuclillas, le restituyó a la que demandaba; pero él, tras dos lagrimones, la rechazó. Sin insistirle, abrazada a la jirafa de peluche, la madre lo dejó marcharse: sabía que a esa edad las infidelidades se perdonan después de la merienda.

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