Cuando el pájaro cayó muerto a sus pies, la idea le cruzó la mente como un relámpago. Así que lo recogió, miró la hora y apretó el paso hacia su casa. Apenas faltaban unos quince minutos para que Raquel llegara del trabajo. Sin mudarse de ropa, sacó la escalera del galpón y se subió al techo de la casa. Como al tanque de agua lo había lavado recientemente, no le ocasionó ningún problema desenroscar la tapa. Acto seguido, arrojó al pájaro dentro, a la vez que se preguntaba sobre cuál habría sido la causa de su muerte.
—¡Ojalá que una infección masiva! —dijo, y observó atentamente su lánguido descenso hasta el fondo.
Luego se cambió de ropa, puso una toalla limpia, a la que previamente humedeció, para lavar, y se sentó a mirar la televisión. Raquel llegó una hora más tarde de lo esperado. Nunca llegaba tarde los miércoles, pero se veía que los martes y los jueves ya no le alcanzaban. A veces ella se volvía insaciable. Seguramente, el otro lo habría comenzado a descubrir, no sin deleite. Pero tras veinte años de matrimonio, el deleite se vuelve rutina y la rutina un ejercicio que cansa.
—¿Ya te duchaste, Eduardo? —le preguntó Raquel desde la puerta del living.
—Hace rato, querida.
—Entonces me voy a bañar yo. Si querés, pedite una pizza. Hoy no tengo ganas de cocinar.
Eduardo asintió sonriendo y cambió de canal. Cuando Raquel hubo cerrado la puerta del baño, sigilosamente, él se acercó y pegó el oído a la misma. El rumor de la ducha no se hizo esperar.
—Tu piel, sucia por la traición, continuará sucia por el agua infecta —dijo en un susurro.
Y se quedó allí parado, pensando que mañana el otro obsequiaría sus labios a aquel cuerpo ilusoriamente limpio. Y al callarse el agua, volvió como un fantasma desencadenado al living. Y pidió no una, sino dos pizzas.
Esa noche, por primera vez en meses, pudo descansar como antaño. Recién en la oficina se planteó por cuánto tiempo iba a dejar a aquel pobre pájaro en el tanque de agua. Un día le parecía poco; un mes, demasiado. El agua podría enturbiarse debido a la descomposición y no quería generar sospechas.
—Con una semana bastará —se dijo finalmente.
Y por puro y repentino interés ornitológico se preguntó qué tipo de pájaro sería aquél que le estaba prestando tan loable servicio. Un gorrión definitivamente no era. Un jilguero, tampoco. Un corbatita, menos. Ahora que lo pensaba había algo de singular en él.
—Eduardo, ¿ya está listo el informe de costos? —la voz caudalosa de su jefe lo apartó de aquel pensamiento y lo devolvió de raíz al trabajo.
Durante toda la semana, Eduardo había acometido con fruición el ritual de pegar el oído a la puerta del baño. Y durante toda la semana había ido a ducharse a lo de un amigo de ley, de aquéllos que tienden la mano sin hacer preguntas.
Al cabo, cerró la llave de paso, abrió todas las canillas del baño y apretó el botón del inodoro. Cuando el agua se agotó, volvió a subirse al techo de la casa y retiró del tanque de agua al pájaro. El pobrecito parecía una pasa de uva, pero estaba más entero de lo que se había imaginado; quizás lo habría tenido que dejar más tiempo, pero como era un convencido de que nunca se debe cambiar de plan sobre la marcha, desistió de tal posibilidad. Así que colocó al pájaro dentro de una bolsa de consorcio y lo sacó a la calle. Poco después, le echó dos baldazos de agua con cloro al tanque. Ya era hora de volver a bañarse en casa.
Eduardo cerró los ojos y abrió la llave de la regadera. El agua corría por su cuerpo como una seda, hasta que algo, aleve, le golpeó la cara. Instintivamente, se apartó de la lluvia y abrió los ojos. Una especie de diminutos insectos alados estaban saliendo por los orificios de la regadera. Trató de cerrarla, pero la llave no giraba. Acto seguido, capturó a uno de los bichos y lo miró con detenimiento. No eran insectos, como había creído en un primer momento, sino pajaritos. Brevísimas copias del pájaro que él había arrojado al tanque. Entonces sintió como uno de aquellos alados lo picaba. Y luego otro y otro. Eran como picaduras de mosquitos. En pocos instantes, los pájaros habían inundado la habitación; precipitándose, cada tanto, como oleadas de kamikazes sobre él. Agitando los brazos, corrió hacia la puerta, pero estaba trabada. Para colmo, su cuerpo había comenzado a llenarse de ronchas. Entonces se envolvió con varias toallas y se tiró al suelo en posición fetal. Y se largó a llorar, como un chico, hasta perder el conocimiento.
—Eduardo, ¿qué te pasó? —quiso saber Raquel cuando lo halló en el baño.
—Los pájaros, los malditos pájaros, me picaron; ¡mirá! —dijo Eduardo, pasándose, sin suerte, las manos por el cuerpo en busca de ronchas.
—¿De qué estás hablando? —dijo Raquel mientras lo ayudaba a levantarse—. Mejor vení, ponete algo, y vamos a la cocina que te preparo un té.
Eduardo aprisionaba la taza entre ambas manos, cuando le confesó a Raquel lo que había hecho y por qué. Ella se dirigió hacia la puerta y, antes de salir de la cocina y de su vida, dijo:
—Jamás te puse los cuernos.
Unos días después, incapaz de volver a usar la ducha de su casa, Eduardo reincidió en la de su amigo.
—Éste es el único remedio que me queda hasta que venda la casa —se dijo, justo antes de que abriera la ducha y observara con espanto como un diminuto pájaro, cual punta de lanza, salía por uno de los orificios de la regadera.
El presente relato ha sido publicado en el número 8 de «La sirena varada» (páginas 42-45), que lleva adelante la Editorial Dreamers, de México. La misma puede descargarse desde la web de dicha editorial.
Foto © Autor desconocido
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5 comentarios:
Es muy siniestro... y me ha encantado, claro :)
Gracias, Ángeles.
Saludos funambulescos
Efectivamente siniestro, con un toque `hitchockiano´ y el elemento fantástico que tanto nos deleita. Me deja con las ganas de saber si ella asumió sin más problemas su(s) paranoia(s).
Esa gente que se baña todos los días... No lo comprendo. ¿Cuándo volverá la tradición de una vez al mes y sólo los sábados?
Saludos,
J.
Hum, se me da que no, Miguel Ángel. ¡Gracias!
Pues, ya ves, José, tanta modernidad y mira dónde estamos.
Saludos cordiales
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