
Cuando tras descargarle las seis balas de plata Drácula se cebó en mi cuello, supe que me había confundido.
Cuando tras descargarle las seis balas de plata Drácula se cebó en mi cuello, supe que me había confundido.
Amores, desencantos, alegrías, resentimientos… lo poblaban como una tormenta de recuerdos que hacían zozobrar su identidad. Al tanto del caso, el psicoanalista le había recomendado una regresión. Decenas de hombres, mujeres y niños se adueñaron de sus labios. Pronto el profesional cayó en el desconcierto al advertir que todas sus vidas pasadas eran coetáneas. El paciente, incapaz de revelarle su novel conversión, esbozó lo que parece una sonrisa: “Una cosa es evitar el sol, crucifijos y ajos —pensó—; pero otra, muy distinta, la de resignarme a puros amnésicos”.
Era una cita a ciegas y aunque él no se reflejaba en el espejo, a ella no le importó. "Después de todo ¡es tan buen mozo!" —pensó—. "Además, si sus intenciones se limitan a lo meramente alimentario, yo, fiel a mis principios, desaparezco a través de la pared".
—¡Ah, no puede ser!, el vestido para la fiesta del Conde me queda chico. ¡Se acabó!, de aquí en adelante mi menú consistirá sólo de recién nacidos.
Se despertó sobre un mar en rojo: la hipoteca vencida, los cheques en descubierto, el telegrama de despido… Se sentía como si le hubieran taladrado la cabeza. Oyó ruidos. La luz matinal le indicó que sería la mucama. Se apartó del escritorio y marchó, tambaleándose, hasta la cocina.
“No entiendo por qué se desmayó al verme, si tan sólo le pedí una aspirina y un vaso de agua”, se quejó el hombre, mientras hacía circular un dedo por el agujero en su sien.