martes, 5 de julio de 2016

Como ayer



HACE TRES MESES que su padre murió, y recién ahora ha conseguido reunir fuerzas para volver a la que por casi treinta años también fuera su casa. Tras abrir de par en par las ventanas del living y del comedor, se queda de pie en el umbral de la cocina. Sobre la mesa parece aguardarlo la vetusta radio de su padre. Al arrimarse a ella, le crece el recuerdo de su viejo tomando mate y canturreando los tangos que todas las mañanas escuchaba religiosamente por Radio Splendid; mientras él, apenas un purrete, lo acompañaba tomando la leche. Entonces enciende la radio. Y los acordes de «La cumparsita», el tango preferido de su padre, colman, como ayer, cada rincón de la cocina. Poco importa que el cable de la radio esté desconectado.
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Como ayer, leído por Juan Morán, durante la emisión del programa Wonderland (a partir del minuto 33) del pasado 20 de febrero.


Como ayer, leído por Ana Vidal, durante la emisión del programa número 20 de Soles en el ocaso (a partir del minuto 51) del pasado 16 de marzo.

Gracias a ambos por sus lecturas.
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miércoles, 22 de junio de 2016

La parada



UN TIPO va y viene delante de mi ventana, situación que no sería llamativa si yo no viviera en un décimo piso.  De repente el tipo se detiene, mira hacia adentro y golpea en el cristal. Me hago el distraído, pero su insistencia me derrota.
—¿Ya pasó el ómnibus? —me pregunta.
—Mudaron la parada hace un mes —le respondo como para sacármelo de encima.
—No puede ser, el viernes tomé aquí mismo el de las once y cuarto.
Iba a asegurarle que se habría confundido con la parada del edificio de la otra cuadra, cuando una mujer nos interpela:
—Caballeros, ¿ésta es la parada del 218?
—Sí, señora —le responde el otro, sonriendo.
—¿Ya pasó?
—Mire usted, eso es precisamente lo que le preguntaba al señor.
Los dos me miran como si yo fuera una especie de profeta.
—Creo que… —y me quedo con el «no» en la boca al descubrir que se aproxima el 218.
—¡Adiós y gracias! —me dice sardónicamente el hombre tras subir al ómnibus, en cambio, la mujer no me dice nada. «Mal educada», susurro.
Y cuando me dispongo a cerrar la ventana, una chica punk, dos policías y una monja me preguntan casi al unísono:
—¿Ésta es la parada del 218?
—Sí —les digo, resignadamente—. Pero recién acaba de pasar.
—¡Ay, qué pena! —suspira la monjita—, ya no me dan las piernas ni para estar de pie.
Los policías me miran con gesto ceñudo y no me queda más remedio que sacar una silla a la cornisa.
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lunes, 6 de junio de 2016

El otro bajo la lluvia



LLUEVE. Y un hombre, calvo y de barba, está de pie bajo la lluvia, inmóvil. Nadie más se atreve a esta inclemencia, a estos relámpagos que ciegan y a estos truenos que rompen los nervios. De repente, el hombre bajo la lluvia comienza a inclinarse hacia un lado y hacia otro, según la dirección que tome ésta. Lo observo más detenidamente y descubro que tiene los ojos cerrados. El viento arrecia, crujen las ramas de los árboles, y pareciera que aquel hombre fuera a sumarse al conjunto de hojas que se arremolinan, como peces, dentro del océano que cae. Pero él permanece anclado al suelo. Indemne ante las fuerzas de la naturaleza que se agitan a su alrededor. Me pregunto si estará loco, o si será un valiente. Yo, tan cómodo y tibio en mi quinto piso, y él ahí, calado hasta el alma; con la sola compañía de mi mirada, que no sé por qué no lo puede abandonar… Y lentamente, como sucede con las emociones violentas, la lluvia comienza a amainar. Los relámpagos apagan su fuego y los nervios reposan de los truenos. Y el hombre continúa de pie, incólume. Caen unas últimas gotas y el aire se aquieta como un puño de seda. Y el hombre abre los ojos y desaparece. Inútilmente lo busco por los senderos que se bifurcan. Entonces me paso ambas manos desde la calva hasta la barba; y me descubro mojado, o mejor dicho, empapado hasta el alma. Bajo la persiana y voy por una toalla.
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viernes, 20 de mayo de 2016

Ésa es la cuestión



MI MUJER habla, habla y habla. De su mamá, de la nueva novela mexicana, del novio casi adolescente de la vecina. Cosas que ni me van ni me vienen. A veces me gustaría que la tecla «Mute» del control remoto del televisor sirviese también para ella. De hecho, la he probado en varias ocasiones; pero los milagros no existen. Al menos eso es lo que creía hasta esta noche. Como el viejo control se había roto, compré uno nuevo. El vendedor me aseguró que era universal. ¡Y tenía razón!
A escasos segundos de que comenzara el «superclásico», mi mujer no se dignaba a darme una tregua; entonces le apunté disimuladamente con el flamante control remoto…
¡Qué delicia mirar el partido sin oír su cantinela! Sin embargo, ella, como yo no le respondía ni siquiera con mis habituales monosílabos, se paró delante de la pantalla. Comprendí que me estaba gritando al observar su cara colorada y su enorme boca abierta. Cuando le pedí amablemente que se corriese, se abalanzó sobre el control como una fiera.
Forcejeamos durante unos minutos, hasta que sin querer apreté el botón de apagado y ella se cayó redonda al piso. ¡Por una vez pude ver el partido como Dios manda! Ahora, de cuclillas a su lado, me siento todo un Hamlet: «Encender o no encender a mi mujer, ésa es la cuestión».
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lunes, 9 de mayo de 2016

El vaso de leche



SE HABÍA hecho con el vaso de leche que alguien dejó a medio tomar en la mesa de una cafetería. A poco, acuclillado en la soledad del callejón, vio emerger de la leche un submarino.
Tras refregarse los ojos, el submarino no sólo persistía, sino que, seguidamente, descubrió al capitán y a otros marineros en la vela del mismo. Aquél, provisto de un megáfono, le solicitó detalles sobre el mar donde se encontraban.
Al informarse de lo del vaso de leche, el capitán dijo que por lo menos no habían ido a parar, como la última vez, al suplicio tropical de una sopa. Luego le dio las gracias y ordenó una pronta inmersión.
Él, con el vaso entre ambas manitos, se quedó largamente como una estatua. Recién al volvérsele el estómago chicharra, se atrevió, no sin pena de que los hombrecitos todavía anduvieran por ahí, a beber la leche.
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El presente texto llegó a las deliberaciones finales del mes de marzo, ¡pero del año 2012!, del «Microconcurso La Microbiblioteca».

martes, 26 de abril de 2016

Mejor hubiera sido sacar la basura



MI HERMANO Y YO habíamos salido a cazar con un rifle de balines. Acordamos que aquél que matase menos lagartijas tendría que sacar la basura durante un mes. Él falló todos los disparos. Yo, en cambio, acerté diez de diez. No obstante, cada vez que íbamos a recoger mis lagartijas, no hallábamos de ellas ni siquiera una gotita de sangre. Según mi hermano, la distancia y las condiciones atmosféricas, como el calor y la humedad, suelen producir ilusiones ópticas. Creo que esa explicación no se la creía ni él, pero le sirvió para justificar un empate y así no tener que sacar la basura.
Esa misma noche me desperté con un intenso dolor en los pies. Al correr las sábanas, descubrí que diez lagartijas traslúcidas me estaban mordisqueando los dedos. Hice de todo para quitármelas: patalear como si estuviera bailando un malambo, golpearlas con una enciclopedia, poner los pies en agua caliente, hasta que recordé haber visto en algunas series de tevé que la sal ahuyenta a los fantasmas. Desde entonces duermo con un salero y una caja de curitas sobre la mesa de luz. Pero lo peor de todo es que no le puedo demostrar a mi hermano que yo sí gané aquella tarde, porque cada vez que le pido que se quede en mi cuarto para ver las lagartijas, las muy sinvergüenzas no se aparecen.
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