domingo, 26 de febrero de 2012

El talento de un padre

En el corriente año se festeja el bicentanario del natalicio de Charles Dickens; vaya como modesto homenaje desde El Elefante este fragmento de las Memorias de Joseph Grimaldi (payaso de gran fama en su época), inéditas hasta ahora en castellano, y que con buen tino ha escogido el suplemento ADN para su difusión (se lee casi como un relato autónomo).



HEMOS señalado ya que el padre de Grimaldi era un individuo excéntrico; tal parece que fue especialmente puntilloso y bastante desagradable en la educación de su hijo. El niño, que había aprendido a efectuar cientos de trucos fantásticos, imitaba con facilidad a un payaso, a un mono o a cualquier otra criatura grotesca o ridícula, tanto debajo como encima de las tablas, y cuando lo incitaban los asiduos ocupantes de los camerinos, acostumbraba a dar saltos y piruetas para entretener tanto a éstos como al público. Por supuesto, todo ocurría escrupulosamente lejos de las miradas del padre, quien, siempre que por azar pescaba al niño haciendo cualquier travesura, le aplicaba idéntico castigo: una sonora paliza que terminaba con el pequeño agarrado de los pelos y volando hacia un rincón donde el padre, con semblante severo y voz atemorizadora, le ordenaba: “non te muevas, es tu responsabilidad”. Sin embargo, Joe no acataba y, tan pronto como el padre desaparecía, también desaparecían los gritos y los llantos del hijo que, haciendo gala de un sinnúmero de guiños y sonrisas que más tarde se volverían populares, reiniciaba con mayor ímpetu su pantomima. Nada ni nadie podía detenerlo, salvo el grito de “¡Joe, Joe! ¡Allí viene tu padre!”, ante el cual él regresaba de inmediato al rincón y se echaba otra vez a llorar como si nunca hubiese dejado de hacerlo.
Con el correr del tiempo esto se volvió una diversión habitual y, más allá de que el padre se acercara realmente o no, la gente daba el grito de alerta por el mero gusto de ver cómo Joe corría de nuevo a su rincón. El niño entendió esto muy pronto y, como a menudo confundía las genuinas advertencias con las bromas que le jugaban, pasó a recibir más castigos y reprimendas que antes de quien describe en el manuscrito de sus memorias como “un severo pero excelente padre”. En muchas de estas ocasiones, Joe se encontraba ataviado de pequeño payaso, su papel predilecto en Robinson Crusoe. Solía pintarse la cara a imagen y semejanza de la de su padre, lo que según parece volvía más hilarante la escena. El anciano caballero lo llevaba al camerino y lo dejaba en su rincón después de darle estrictas órdenes de no moverse de allí, so pena de ser castigado.
El conde de Derby, que a la sazón frecuentaba el camerino, apareció un buen día y, al ver a ese niñito cuyo aspecto solitario contrastaba sobremanera con sus atuendos y su maquillaje, le dirigió la palabra:
—Hola, chiquillo. ¡Ven aquí!
Joe le devolvió una mueca muy extraña, pero no se movió de su rincón. El conde rompió a reír y miró a su alrededor en busca de una explicación para la actitud del niño.
—No osa moverse le explicó Miss Farren, a quien el conde quería mucho y con quien terminó casado. Su padre lo castiga si se mueve.
—¿En serio? inquirió el conde. Tras lo cual, a guisa de confirmación, Joe hizo otra morisqueta aún más extravagante que la anterior.
—Sospecho dijo el conde, al cabo de una risotada que este niño no teme a su padre tanto como parece. A ver, señor, ¡venga aquí!
Mientras así llamaba al niño, el conde mostró media corona y Joe, que conocía a la perfección el valor del dinero, se aproximó entre ademanes dignos de una pantomima y le arrebató en el acto la moneda. No había regresado a su rincón cuando el conde lo agarró del brazo.
—¡Espera, Joe! Te daré otra media corona si te quitas la peluca y la arrojas al fuego.
Dicho y hecho. La peluca fue a dar al fuego; hubo un rugido de risas; el niño corría y brincaba por el lugar con media corona en cada mano. Pero el conde, alarmado por las posibles consecuencias que esto podría traerle al niño, decidió rescatar la peluca del fuego con ayuda de un atizador. Fue entonces cuando irrumpió en los camerinos el padre de Joe, vestido de “marinero náufrago”. Por fortuna para Joe, el conde de Derby se interpuso de inmediato entre padre e hijo; de lo contrario, es muy probable que este último hubiese matado a su hijo en presencia de todo el mundo, previniendo así cualquier posibilidad de que lo enterraran vivo alguna vez.
El asunto concluyó con una severa paliza que hizo llorar de amargura al niño. Las lágrimas que corrieron por su rostro, cubierto de una gruesa capa de pintura “de dos centímetros de espesor”, transformaron tanto su aspecto que Joe ya no parecía ni un pequeño payaso ni un pequeño ser humano. De inmediato, lo llamaron a subir al escenario. Su padre, en pleno rapto de ira, no advirtió el estado en que su hijo subía a actuar, no hasta oír cómo el público estallaba de risa. Entonces, aún más furioso, Grimaldi padre alzó a Joe y le propinó otra tunda, que hizo vociferar al niño. El público interpretó esto como una broma genial y los periódicos del día siguiente afirmaron que era maravilloso ver actuar a un niño con tanta naturalidad, algo que hacía honor al talento de su padre como docente.

De Memorias de Joseph Grimaldi, de Charles Dickens;
editado por Voces Ensayo.
Traducción de Eduardo Berti
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lunes, 20 de febrero de 2012

Paisajes



EL PASAJERO NO DUERME. La azafata le informa que, si lo desea, puede activar la ventana para que muestre un paisaje de su agrado que lo distienda. Tras darle las gracias, selecciona una campiña de exuberante verdor, adornada cada tanto por una granja o algún rebaño de vacas paciendo. A poco comienza a bostezar...
Una gota de agua salpica la cara del pasajero, luego otra y otra. Se despierta y advierte por la ventana un bosque oscuro castigado por la lluvia y el viento. Busca a la azafata con la mirada mientras presiona alocadamente los botones del mando. Comienza a diluviar, relampaguea y truena. Se para, se quita la chaqueta y trata de cubrir la abertura. De improviso la nave pasa por un pozo gravitacional y se ladea. El hombre se abisma entre las sombras del bosque. La ventana parpadea y el paisaje de la serena campiña se restaura. El resto del pasaje duerme.
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miércoles, 15 de febrero de 2012

Sobre «Tatuaje», de Ednodio Quintero























En cierta ocasión la minificcionista Manuela Fernández preguntó y se preguntabaen un foro lo siguiente: ¿Es imprescindible que las minificciones tiendan siempre a la hiperbrevedad?
Mi respuesta a su inquietud fue un categórico no, sustentado, a modo de ejemplo, en el caso de la reescritura del texto Tatuaje, de Ednodio Quintero, que ahora traigo hasta ustedes.
La primera versión de Tatuaje pertenece al libro La muerte viaja a caballo* (1974). Años después, Quintero, ya dueño de una mayor solvencia literaria, vuelve a los cuentos de La muerte... y los reelabora para La línea de la vida (1988). Según palabras de la ensayista Violeta Rojo: «Con este libro, (Quintero) nos hace descubrir que LA BREVEDAD NO DEBE SER DESPOJADA Y QUE MENOS NO NECESARIAMENTE ES MÁS. Analizar los escuetos cuentos del primer libro comparándolos con los precisos pero estéticamente más correctos del segundo es una experiencia deliciosa».**
Comparemos, pues, ambas versiones de Tatuaje:
TATUAJE (primera versión)
De «La muerte viaja a caballo», 1974
CUANDO su prometido regresó del mar se casaron. El había aprendido el arte del tatuaje y alguna otra cosa. Dibujó con sumo cuidado —en el vientre de ella— un hermoso puñal. El hombre murió una tarde y ella pasó muchos días nadando en lágrimas. El otro comenzó a rondarla. Tanto insistió que al fin ella cedió. Nunca se supo cómo el hombre desnudo se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.
(72 palabras)
TATUAJE (segunda versión)
De «La línea de la vida», 1988
CUANDO su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos, breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del oeste. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marinero emprendió el ansiado viaje a la eternidad.
En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.
El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, lentamente fue cediendo terreno. Concertaron una cita; y la noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.
(213 palabras)
Tras la deliciosa experiencia de comparar ambas versiones —como apunta Violeta Rojo—, las 73 palabras de la primera me saben a bastante poco, a un mero esbozo o una idea a desarrollar, frente a las 213 palabras tan bien puestas de la segunda.  
También he de señalar que otro mito que rompe Quintero —aparte del de la preeminencia de la brevedad extrema, dentro del género, claro— es el referido al uso de los adjetivos, que vienen a ser habitualmente lo más próximo a la encarnación del demonio entre los minificcionistas, y de los que el autor hace gala con sobrada eficiencia.
Me permito, además, citar las palabras de la escritora Isabel Segura Boutry sobre el presente caso:
«He aquí un buen ejemplo de que lo bello si breve dos veces bello no siempre se cumple.
La segunda versión es claramente superior a la primera no sólo por el uso de adjetivos siempre precisos (y por tanto preciosos), sino también por ese tono de sutil ironía que la impregna como una bruma marinera. Sin contar con que ese primer Tatuaje de 1974 es más breve, sí, pero demasiado aséptico, quizá porque sintetiza al estilo telegráfico sin llegar a serlo, hay detalles que quedan varados en la arena como nadando en lágrimas que chirrían con frases sintéticas como El otro comenzó a rondarla».
Personalmente creo que no ha de ponderarse un microrrelato por su brevedad en sí misma sino que se lo hará en base al uso preciso, lúcido y cabal del lenguaje; sin olvidar que precisión no significa concisión (como tampoco ha de olvidarse que un microrrelato no tiene por qué estar exento de cierta atmósfera por mínima que sea). Poca o nada importa que un texto tenga 15, 200 ó 350 palabras; lo que ha de estimarse siempre es la propiedad de una extensión puesta al servicio de un discurso narrativo.
Dicho lo dicho, invito a cada uno de los lectores a que saquen sus propias conclusiones.
Bibliografía: Minicuentos y textos breves en la literatura venezolana del siglo XX, Violeta Rojo.
* Este libro se caracteriza por una especie de regionalismo de personajes obsesionados que a veces se entremezcla con el realismo mágico, otras con la intertextualidad culta aunque más a menudo con la literatura fantástica. (Violeta Rojo, obra citada).
** En los 90, en Cabeza de cabra y otros relatos hace la misma operación (retomar y reescribir) con siete de sus minicuentos de los 70. (Violeta Rojo, obra citada).
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viernes, 10 de febrero de 2012

El disparo



LA MUJER se asoma a la ventana y enciende un cigarrillo. Al ajustar la mira telescópica advierto sus ojos clavados en mí. Sé que eso es imposible pero nuestras miradas se sumergen la una en la otra. Por primera vez me siento conectado a alguien...
Un hombre ingresa en la habitación. Tras lanzar el cigarrillo, ella me ofrece la espalda. Reacciono y cargo el rifle. El tipo hace gestos y ademanes cada vez más amenazadores. Al tiempo que quito el seguro, derriba a la mujer de un puñetazo. Maldigo y acomodo mi índice sobre el gatillo. El intruso se aleja de la ventana para volver armado con un atizador. Ella se pone de pie y voltea fugazmente a mirarme. Cuando la varilla se eleva aún invicta en el aire, disparo.



domingo, 5 de febrero de 2012

Los diez mandamientos del escritor




1. Te amarás a ti mismo por sobre todas las cosas.
2. No mencionarás el nombre de Borges en vano.
3. Seis días descansarás y uno escribirás.
4. Te inventarás tu propia filiación literaria.
5. Si cometes parricidio generacional, será con pudor y disimulo.
6. No seducirás a la poetisa en busca de prólogo
7. No robarás las metáforas del poeta inédito.
8. No llamarás palimpsesto intertextual a la simple copia banal.
9. No desearás el éxito de ventas del prójimo escritor.
10. No eliminarás las comillas de las citas ajenas.

Fernando Aínsa
De Prosas entreveradas

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miércoles, 1 de febrero de 2012

Hacer patitos



«AL que llamás papá no es tu verdadero padre», me espetó mi vieja como quien lanza un guijarro al río para hacer patitos. Me quedé en silencio, la mirada perdida en el azul profundo de sus ojos. Entonces, cuando la primera piedra aún hacía piques en mi conciencia, arrojó una segunda. «Te cuento esto porque quiero que sepas la verdad antes de irme». ¿Te imaginás qué significaba ese «antes de irme»? No, seguro que no... Tiene cáncer. Le quedan semanas de vida, a lo sumo un par de meses. Te juro que no sabía si abrazarla o putearla. La abracé, y ella tuvo que consolarme a mí en lugar de yo a ella. Si la hubieras visto, tan digna y tan hermosa. Hablamos de su enfermedad, de hacer un viaje, de pasar unos días juntos en la costa como cuando era niño y me ayudaba a edificar castillos de arena. De improviso, sin que yo lo quisiera, retomó la cuestión de la paternidad y sus palabras, esta vez, se hundieron directamente hasta el fondo de mi alma.
¿No te has preguntado, amor, por qué tanto ella como tu papá veían hasta con mal disimulado júbilo que nuestra relación se estuviera desbarrancando?
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