miércoles, 14 de marzo de 2018

Noche de chicas



Son las nueve. Ana tendría que estar ahora cenando con sus amigas y no en el living de su casa. Pero Claudia, Mónica y Cintia se la pasan hablando de sus novios. «¡Por favor!», bufa, y se arrellana en el sofá. Luego toma un sorbo de té helado, enciende la televisión y recorre parsimoniosamente los canales de cine. «Romántica…, romántica…, romántica…», bosteza, pero no se da por vencida. Al cabo encuentra algo como la gente. Una de terror.
La actriz que aparece en primer plano tiene la típica carita inocente de la chica a la cual le van a suceder mil cosas. Por lo pronto corre como una desquiciada. «Debe estar huyendo de las pláticas de sus amigas», piensa Ana, y mordisquea una galletita. La presunta protagonista llega ante una puerta y golpea. Casi al mismo tiempo golpean a la puerta de Ana. Ana se levanta y abre.
 —¿Qué desea…? —alcanza a decir antes de que una mujer le dé un empujón, entre y cierre la puerta con llave. 
La cara de la intrusa le resulta familiar. Mira la tele y se sorprende al descubrir que es la actriz de la película, pero se sorprende aún más al verse a sí misma como quien acaba de abrir la puerta en la pantalla.
—No estamos a salvo… me persigue un loco asesino… —dice la mujer, y tomándola a Ana por los brazos, añade—: ¿Tenés teléfono?
—Sí —responde Ana, y le señala la mesita esquinera.
La actriz marca el 911, y a la vez que exclama «¡No atiende nadie!», embisten salvajemente contra la puerta. Ana tiembla y comprueba que su yo cinematográfico también tiembla.
—Si vamos a morir juntas, mejor nos presentamos: soy Karen —dice la perseguida y le tiende la mano.
Los golpes a la puerta se congregan en la cabeza de Ana como un nudo de truenos. Para colmo advierte que en la tele las bisagras comienzan a ceder. Entonces le estrecha la mano a Karen y la arrastra hacia la cocina.
—Ana, me llamo Ana —dice, y abre el primer cajón de la mesada.
Saca una cuchilla y un hacha de cocina. Ella se queda con el hacha y le facilita la cuchilla a Karen. Luego se colocan a ambos lados de la puerta. Por unos instantes se estudian, hasta que Ana le espeta:
—¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Karen, ya te dije.
—Me refiero a tu nombre en la vida real, no al de tu personaje.
—No entiendo…
Ana desiste. «Ya habrá tiempo para que aclare las cosas», piensa, y, acto seguido, se pregunta qué hubiera pasado si hubiese puesto la pausa antes de abrir la puerta. La idea de haber podido contemplar a la otra pausada, con los nudillos golpeando el aire, la divierte. Pero la idea subsiguiente que le nace no le parece tan simpática. Quizás ella misma se hubiese quedado pausada, con el control remoto en la mano, como una suerte de estatua en homenaje al susodicho aparatito.
 —¡Mirá en la que te he metido! —Karen la saca de sus pensamientos—. ¡Perdoname!
—La película que estaba mirando era tan mala, que aun esto me resulta mejor —le responde Ana.
Y de repente ambas se estremecen al escuchar los infames golpes a la puerta de la cocina.
—¡Ésta no va a resistir tanto como la de la calle! —exclama Ana.
Karen asiente y se pasa la cuchilla de una mano a la otra. Entretanto Ana observa su propio reflejo en el hacha y piensa que lucía francamente bien en la pantalla. Incluso mejor que Karen.
Entonces un nuevo golpe hace saltar con violencia la cerradura y el lunático entra. «¡Qué desilusión! —piensa Ana—. Me lo imaginaba mucho más corpulento, de facciones angulosas y dueño de una mirada animal.»
El tipo arroja al piso a Ana de un empujón y confronta a Karen. Karen se mueve como un felino, esquivando el cuchillo de su atacante, a la vez que contraataca con una fiereza inusitada. Así salen de la cocina. Ana se pone de pie y los sigue. Cada uno sujeta ahora los brazos del otro y trata de desarmarlo. En la tele la escena se duplica. Y es en la tele donde Ana observa como Karen desembaraza su brazo armado y apuñala al agresor. Una y otra vez. Entonces Ana corre hacia ella y le atenaza la muñeca.
—¡Basta! —le dice.
 Y procura detener la sangre del moribundo con un retazo de su vestido. El tipo balbucea y Ana acerca el oído.
—¡Cuidado! —le oye decir—. Es una psicópata.
Ana levanta la vista y ve cómo Karen lame la sangre de la cuchilla. En la tele se suceden los primeros planos, tensos, tanto de ella como de Karen. Cuando el hombre expira, la cámara, a ras del piso, se centra unos instantes en él. Y se ven las piernas de ambas mujeres a un lado y al otro del difunto. Las piernas se mueven, se acercan, se entrelazan. Hasta que unas gotas de sangre comienzan a manchar el rostro del hombre. Ana sólo siente la cuchillada cuando mira de refilón la tele. Anda unos pasos y se sienta en el sofá. Karen vuelve a lamer la sangre de la cuchilla.
—Deliciosa —dice, y se abalanza sobre Ana.
Pero Ana empuña el control remoto y apaga la televisión. La cuchilla cae justo a su lado. Se está desangrando y no tiene fuerzas ni para ir hasta el teléfono. No obstante logra alcanzar el vaso y sorber un poco del té helado. Y piensa, sólo por un momento, que mejor hubiera sido pasar otra noche de chicas oyendo a sus amigas parlotear sobre sus novios. Luego sonríe. De lo único que verdaderamente se lamenta es de no haber visto si su nombre aparecía en los créditos.
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El presente relato ha sido publicado en el primer Anuario de «La sirena varada, revista literaria bimestral» (páginas 152 a 154), que lleva adelante la Editorial Dreamers, de México. La misma puede descargarse desde la web de dicha editorial.
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5 comentarios:

Ángeles dijo...

Muy interesante. Podría interpretarse como una metáfora: tan absortos pueden llegar algunos a estar en la vida virtual que la confunden con la real. O la prefieren.

También me sugiere la idea de que nunca sabemos qué consecuencias pueden tener nuestras elecciones; o qué puede surgir a raíz de un simple cambio de planes.

Y leída como una mera fantasía, la historia resulta sorprendente y angustiosa como una pesadilla.

Y el final me encanta!

José A. García dijo...

En mi caso, para evitarme este tipo de situaciones, nunca, bajo ningún motivo, abro la puerta de mi casa. Es más, estoy pensando en quitarla y levantar una pared en su lugar.

Saludos,

J.

Gabriel Bevilaqua dijo...

Todas las lecturas son válidas, Ángeles. Pero lo principal es que te haya gustado, y en especial, ese final. Gracias.

Esa parece una medida más que acorde a estos tiempos, José. Lo importante, en todo caso, es usar buenos materiales.

Saludos funambulescos

Miguel Ángel Pegarz dijo...

Tremendamente absorbente. No me ha dejado apartar los ojos del texto ni una milésima de segundo. Y el final, como para despertarte de la hipnosis, con un componente importante de crítica muy sutil.
Me ha encantado.

Gabriel Bevilaqua dijo...

Bueno, Miguel Ángel, gracias. Que un lector te diga que un texto le ha resultado absorbente, siempre es una recompensa.

Saludos cordiales

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