viernes, 24 de octubre de 2014

Cráteres de Marte, por Eloy Tizón



Hay esa clase de autor, capaz de hacer temblar los cristales de las ventanas, con la fuerza de su grito, y luego está ese otro tipo de escritor discreto que prefiere trabajar a partir de una música leve, la insinuación de penumbra y el susurro. Ambas categorías de autores, tarde o temprano, se verán obligados a hacer una pausa y levantarse del escritorio para enfrentarse a la temida pregunta: ¿por qué?
Ya proceda del interior de uno mismo o del exterior, en un momento dado es inevitable plantearse las razones de nuestro trabajo. Si uno ―como es mi caso― tiende por temperamento a practicar las formas breves antes que las extensas, entonces alguien le pedirá que defina qué es un relato corto, qué elementos lo componen y cuál es el propósito que nos empuja a seguir construyéndolos.
Se necesita respirar hondo antes de seguir adelante.
De modo que cada cierto tiempo somos sondeados para explicarnos y teorizar en nombre de algo ―en representación de algo― que no sabemos con certeza si existe o no. Como si los escritores fuésemos representantes o embajadores de un país legendario llamado Relato, acerca del cual se nos solicita ―no se nos exige, pues no se nos exige nada al preguntarnos, pero sí se nos solicita con cierta apremiante amabilidad― que cartografiemos un mapa lo más exacto posible de ese territorio, con todos sus pormenores orográficos y relieves, de ese lugar mítico, de ese remoto país, o incluso si se prefiere de ese remoto planeta ―el planeta llamado Relato―, un poco a la manera de esos robots con sensores y pinzas parecidos a Wall-E que, en las imágenes emitidas por televisión y que todos pudimos ver no hace mucho, envió la Nasa a Marte para que exploraran la superficie del denominado Planeta Rojo.
Con todo, lo más sorprendente de esas imágenes televisadas, a mi entender, no estribaba tanto en las imágenes mismas ―con ser ya de por sí bastante extrañas―, sino en el hecho de que alguien en la Tierra, un comité científico, según tengo entendido, en cuanto esas imágenes eran transmitidas a través de los monitores, se apresuraba a darles un nombre. ¿Para qué? Cualquier promontorio o cráter o minúsculo desnivel o roca de Marte recibía de inmediato un nombre, a veces alusivo a su aspecto físico, imagino que en un intento de colonizar un territorio vertiginoso e introducir la palabra humana en ese abismo de tiempo inmóvil, en el espacio completamente desacralizado de la ausencia de sonidos y de la mudez más completa.
Casi todos los cráteres de Marte han terminado siendo bautizados con los nombres de científicos destacados y novelistas de ciencia ficción, no sin cierto sentido del humor. Bautizar es dar nombre a realidades tan inciertas que aún nos resultan chocantes; colocar, en ese espacio analfabeto de la nada silenciosa y la polvareda del desierto, la cicatriz de un signo o el escándalo de una sílaba. Tan solo eso. Introducir el orden de la palabra humana y por tanto las marcas del lenguaje y los mecanismos de la poesía en el desorden sin límites de la orfandad es lo propio del científico y del creador ―del escritor de ficciones―, cuya tarea consiste precisamente en abrirse paso con terquedad y llevar el diccionario hasta el núcleo rojo de ese decorado de ciencia ficción, de ese pesado aire muerto y de esas playas de pesadilla que según pudimos ver componen el paisaje agreste de Marte.
Seguimos respirando hondo.
La mayoría de las veces, los escritores ―los narradores― nos comportamos también de esa misma manera que mostraban las imágenes de la Nasa, como radares a la búsqueda de cualquier indicio de identidad, para de inmediato proyectarnos en él y darle un nombre (o cambiar el que ya tiene por otro), empleando para ello esos mismos dos gestos de exploración y bautismo; no nos conformamos con menos; y yo diría que no solo los escritores, sino también los lectores sensibles, los estudiosos del tema, los profesores de escritura creativa, los críticos en medios de comunicación, los blogueros, e incluso los editores, cuando son editores inquietos dignos de recibir ese calificativo, hacen algo parecido a esta labor de rastreo.
La literatura es una especie de caos controlado. Uno se arma de pinzas y de sensores y se lanza a una aventura incierta en el espacio solitario de la ingravidez con la intención de nombrar ―y desnombrar― un nuevo planeta teórico y de este modo detectar las posibles huellas del futuro en nuestro presente.
Todos nosotros somos como esos radares lanzados a la caza de objetos fascinantes y desconocidos, alrededor de los cuales nos reunimos y comentamos.
El intento por nombrar aquello que no sabemos si existe es como tratar de escribir en la superficie roja de Marte.
Se nos pide, pues, que entre todos cartografiemos el dibujo de ese mapa. Y resulta difícil ser precisos en este tema, ya que cada relato que escribimos y que leemos no deja de ser, en mayor o menor medida, un objeto marciano arrancado de un planeta inhóspito ―una piedra, un aerolito, un bólido de ceniza y fuego―, una sustancia que no parece estar puesta allí con ningún propósito determinado, ni para enseñarnos nada, ni para aclararnos nada, sino más bien con la intención un tanto incómoda de interrogarnos sobre nosotros mismos y complicarnos la vida, ya de por sí complicada. La literatura que de verdad importa no simplifica el mundo, sino que lo vuelve aún más complejo, más desconcertante.
El caso es que no podemos vivir sin dar nombre a lo que nos pasa, aunque solo sea a un pedrusco alienígena del que no sabemos nada, ni cuántos años tiene ni para qué sirve, ni porqué está colocado así, como de canto. Lo único que sabemos es que al tocarlo quema, y que es un desafío para nuestro sistema nervioso, y que en su interior guarda la intensidad de un secreto tal vez cruel, tal vez emocionante. Igual que ocurre con los buenos relatos, pues el relato, al menos tal como yo lo concibo, no trata tanto de la revelación de un misterio, sino de la custodia de ese mismo misterio.
La literatura no está terminada de hacer. Un libro es algo incompleto, poco hecho, como la carne. Se acaba en la mente del lector, que es quien completa el círculo.
Escribir es una mezcla de rigor técnico y compasión humana.
Hemos vuelto de Marte. Quién lo diría. Lo hemos narrado. El relato de ese viaje, en mi opinión, no está ahí para satisfacer una demanda de entretenimiento, ni para descifrar un enigma, sino para encubrir y prolongar las razones de su misterio. Usamos las palabras del mundo para referirnos a algo que no es exactamente del mundo. Por eso es un género que nos fascina y nos perturba y nos sigue atrayendo de manera irresistible. Como las sirenas a Ulises. Como los cráteres de Marte.
Ilustración © NASA/JPL-Caltech
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viernes, 10 de octubre de 2014

Spoiler



BEATRIZ se halla plenamente metida en la trama de la novela cuando una voz le rezonga:
―Vieja, a ver si aflojamos con la lectura y apagás la luz.
―Ya va, Víctor, cinco minutitos y termino.
―Eso mismo me dijiste hace media hora. No estarás leyendo esa novela para amas de casa… «Cincuenta sombras de Grey». ¡A tu edad! ―dice el anciano y ríe.
―No seas ridículo. Ya sabés que a mí me gustan las de detectives.
―Ah, yo no sé ―dice Víctor, y le arranca el libro de las manos; al devolvérselo, pondera―: Buena historia, pésima resolución…
―¡Si la leíste, no me contés nada! ―protesta Beatriz.
―… mirá vos que esa flacucha y desabrida del ama de llaves iba a ser la asesina del destornillador. ¡Por Dios!
Beatriz dice «¡Ay!», cierra el libro, se levanta. Cuando retorna, Víctor, socarrón, le inquiere:
―Vieja, ¿estás chinchuda?
―Para nada, querido ―le responde la mujer y, mientras deposita algo sobre la mesita de luz, agrega―: Te saqué un destornillador de la caja de herramientas; como vos nunca tenés tiempo para ajustar las bisagras de la ventana del living… ¿Te molesta?
―Al contrario, querida; me ahorrás trabajo ―dice Víctor, y traga saliva, y se emboza, y no duerme.
Safe Creative #1409111950171
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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Dimensiones (Edith Wharton)



Se suele decir que un “buen argumento” para un cuento es aquél que, si se lo desarrollara, constituiría una buena novela. Esta idea puede defenderse en determinados casos; pero ciertamente sería errado basar en ella una teoría general. Cada “argumento” (en el sentido que el novelista le da al término) contiene necesariamente en sí sus propias dimensiones; y uno de los dones esenciales de un narrador de ficción es el de discernir si el argumento que se abre ante él se ajusta a las proporciones de un cuento o de una novela. Si aparece adaptable a ambas formas de relato, con toda seguridad será inadecuado para ambas. […] Hay al menos dos razones por las cuales un argumento se ajusta más a la forma de una novela que a la de un cuento; pero ninguna de ellas se basa en el número de lo que llamamos “incidentes” o hechos externos, que luego el texto contendrá. […] Los elementos de un argumento que exigen un desarrollo más prolongado son, por un lado, el despliegue gradual de la vida interior de los personajes, y en segundo lugar, la necesidad de producir en la mente del lector el sentido del paso del tiempo. Muchos hechos externos a los personajes, por variados y excitantes que sean, pueden desarrollarse en unas pocas horas, pero los dramas morales que por lo común tienen hondas raíces en el alma, reinan durante lapsos mucho más prolongados, y la súbita manifestación externa en que culminan sólo pueden presentarse paso a paso de modo que ésta quede explicada y justificada. […] Hay casos, claro, en que el cuento puede dar cuenta de un drama moral, contando precisamente esta culminación. Si los hechos narrados son de tal condición que una simple retrospectiva puede iluminarlos, podrán adecuarse a un cuento; pero si son de naturaleza más compleja, y sus frases lo suficientemente interesantes como para justificar su elaboración, el lapso de tiempo deberá naturalmente reducirse y la forma de la novela se vuelve la adecuada.
Edith Wharton
Instrucciones secretas para empezar a escribir, de Leopoldo Brizuela (compilador).
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jueves, 11 de septiembre de 2014

Tras el accidente



LA NIÑA se sienta en el umbral de la puerta y mira a la gente pasar, lee, se suena la nariz. Su madre seguramente no ha de demorarse. Si tan solo le hubiera confiado la llave de la casa como lo hacen las otras madres con sus hijos. Pero no. «Todavía sos muy pequeña», le ha dicho, en su momento, entre grave y jovial. A veces la niña piensa que su madre la percibe como mucho más chica de lo que ella realmente es. ¡Si ya hace los mandados sola! Y se tiende la cama y se prepara el desayuno… «No es justo», murmura, de a ratos, hasta que se queda dormida. Y sueña que su mamá no la quiere más, que la ha abandonado. Tiembla y llora. Entonces la madre la zamarrea suavemente de los hombros. «¡Mamá!», grita la niña y la abraza. «¡Perdoname, tesoro, no pude seguirte antes; los médicos no me dejaban!», se disculpa la madre, mientras le seca las mejillas, y agrega: «Ésta ya no es nuestra casa». Y tomadas de la mano se pierden por la calle, bajo el círculo de la luna, sin la compañía de sus sombras.
Safe Creative #1409061919013

El presente texto ha recibido en el mes de agosto próximo pasado una mención en el IV Certamen de relato corto para mesilla de noche que organiza el sitio Esta noche te cuento.
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miércoles, 6 de agosto de 2014

El espectáculo



VIVIMOS en un mundo absurdo. Un día cualquiera acontece una pandemia zombi, sucumbe media humanidad y te encuentras recorriendo las áreas seguras con una zombi como acompañante. La gente al principio se asusta, pero cuando explicas el espectáculo, y les muestras que tu partenaire carece de dientes y que está debidamente encadenada, aceptan de buen grado recibirte. En los tiempos que corren todos necesitamos una alegría. Y que mayor alegría que observar cómo apalean a la peor de tus pesadillas. Poco importan ahora la orden de alejamiento o el hecho de que la zombi fuese antes tu mujer.
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miércoles, 9 de julio de 2014

Compañía



CUANDO LLEGUÉ al centro del laberinto, el Minotauro me aguardaba parado junto a un tablero de ajedrez. Me invitó a tomar asiento y me preguntó si prefería jugar con blancas o con negras. «Blancas», le dije, y, mientras acomodábamos las piezas, me informó que si yo ganaba la partida me dejaría ir sin problemas, pero que si el ganador resultaba ser él, ya podía imaginarme las consecuencias. Asentí con la cabeza e inicié el juego con peón cuatro rey. El Minotauro respondió con peón tres dama… Al cabo de un par de horas, matizadas por la charla amena y culta de la bestia, acordamos tablas. Seguidamente me dijo: «Mañana volveremos a intentarlo».
Desde entonces las partidas y los días se han tornado innumerables, y aunque dada la práctica ya me siento mucho más que un aficionado, es evidente que jamás podré ganarle al Minotauro. Tan evidente como el hecho de que a él jamás lo ha movido la intención de ganarme.
La soledad, sobra decirlo, suele tener estas cosas.
Safe Creative #1406291327335

El presente texto, conjuntamente con los de María, Ginette y Arantza, ha resultado ganador del mes de junio próximo pasado en el IV Certamen de relato corto para mesilla de noche que lleva adelante el sitio Esta noche te cuento.
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