«Un escándalo en Bohemia», de Arthur Conan Doyle, posee un comienzo que no invita sino que empuja a seguir leyendo. Para refrendar lo dicho, he aquí tal inicio.
Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Pocas veces lo he oído nombrarla de otra forma. Para él, ella eclipsa y domina a todo su sexo. Y no es que sintiera por Irene Adler nada semejante al amor. Las emociones, y ésa en particular, no conmovían a su inteligencia fría, precisa y admirablemente equilibrada. Estoy persuadido de que era la máquina más perfecta del mundo para razonar y observar, pero como enamorado se hubiera encontrado en una posición inestable. Si hablaba alguna vez de pasión amorosa, lo hacía con burla; era algo admirable para un observador, una excusa excelente para descorrer el velo que cubre las acciones y las motivaciones de las personas. Pero para el que está entrenado en razonar, admitir estas intrusiones en un temperamento que está ajustado con toda delicadeza, hubiera sido introducir un factor perturbador, capaz de poner en duda todos los resultados de su mente. Para él una emoción fuerte en este sentido sería mucho más perturbadora que si uno de sus delicados instrumentos tuviera una arenilla o una de sus lupas de aumento estuviera rota. Y sin embargo había una mujer para él y esa mujer se llamó Irene Adler.
Resulta interesante lo autónomo pero, a la vez, cabalmente integrado de este fragmento al resto del relato. Es decir, el texto podría entrar directo (haciendo alguna modificación al final —ya veremos por qué—) por el segundo párrafo:
Últimamente yo había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había alejado el uno del otro. Mi felicidad perfecta y […]
Sin embargo, dicha acción despojaría al texto de gran parte de su encanto, ya que ese inicio marca el tono y la esencia del mismo; lo engloba. A tal punto que, como no podía ser de otra manera, las dos últimas palabras del relato son «la mujer».
Imagen: Peter Cushing en la piel de Holmes.
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