lunes, 26 de diciembre de 2016

La muralla



INTENTÓ pasar entre ellos, pero los hombres formaban una auténtica muralla de espaldas alrededor del accidente. Disgustado, se trepó a una de las espaldas, pero el tipo se lo sacudió de encima, como si se tratara de un muñeco. «¡Será mejor que no lo vea!», le previno alguien. La advertencia, lejos de desanimarlo, lo empujó a arremeter contra el baluarte. «¡Váyase!», le ordenó una voz, y otras muchas voces se hicieron eco de la orden. Pero no se amedrentó. Se distanció unos pasos, tomó vuelo y alcanzó a saltar por encima de la multitud. Lamentablemente, el aterrizaje no fue bueno. Se había roto las piernas y el dolor le nublaba la vista. «Creo que voy a desmayarme», dijo, cuando oyó una seguidilla de frases. «¡Será mejor que no lo vea!», «¡Váyase!», «¡Váyase!». De pronto, pareció comprender, y suplicó que dejaran pasar al tipo del otro lado de la muralla. Los hombres se miraron y asintieron con una sonrisita. Una de las espaldas le abrió un hueco justo para verse a sí mismo a punto de saltar. Con paso firme, penetró en el círculo, pero no había nadie dentro. Suspiró. «Pensé que…», comenzaba a decir, pero advirtió cómo el círculo se volvía a cerrar y, aun luego de refregarse los ojos y sacudir la cabeza, pudo comprobar que todos y cada uno de aquellos hombres repetían su rostro.
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lunes, 12 de diciembre de 2016

Sueño de una tarde de otoño



CUANDO empecé a trabajar con mi padre en el bote, conocí a muchos pasajeros extraños, pero ninguno como aquéllos de una tarde de otoño. Primero aparecieron un par de pingüinos que, muy educadamente, solicitaron nuestro servicio. Mi padre aceptó cruzarlos siempre que pudieran pagar el pasaje.
—¿Y por qué no nadan? —quise saber mientras subían.
—¡No molestes a los señores! —me reprendió mi padre.
—Señor y señora —intervino la pingüina—, y tu pregunta, jovencito, no molesta. Lo cierto es que ya estamos grandes para esos menesteres.
—¡Ah! —dije yo, pero no por la respuesta, sino porque apareció de repente un elefante.
—¿Cuánto cuesta el pasaje? —dijo.
—Cien pesos, aunque no creo que el bote aguante —juzgó mi padre.
—¿Tiene seguro? —dijo el elefante.
—No.
—Yo tampoco. —Y su risa sonó como una andanada de artillería. Luego, guiñándome un ojo, agregó—: ¡Perdón! Lo cierto es que soy más liviano que una hoja. —Y acto seguido se subió al bote.
A mitad del río, una fuerte brisa levantó al elefante por los aires, pero, de un salto que casi nos puso a todos a nadar, alcancé a sujetarlo por la trompa.
—¡Gracias, muchas gracias! —repetía él sin cesar, y los pingüinos y yo, para su tranquilidad, completamos el viaje subidos a su lomo.
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