TODOS
LOS DOMINGOS, de madrugada cuando me creen dormida, mis vestidos se escabullen
del armario para no regresar hasta el amanecer. Como soy algo escrupulosa, y no
me agrada usar ropa de incierta procedencia, una noche me decidí —en pantuflas
y camisón— a seguir su vuelo. Guardando una distancia prudente, subí los diez
pisos que separan mi departamento de la terraza y descubrí que intimaban con
unos trajes de muy buen corte. Apenas repuesta de mi asombro noté la presencia
de un caballero ––en chinelas y pijama–– a pocos pasos de mí; instintivamente
susurramos al unísono: «¿Ese guardarropa es suyo?». Asentimos y, sin mediar
palabra, nos marchamos al amparo de las sombras.
Pocas
semanas después me mudé a su casa y terminaron las fugas de nuestro vestuario.
Pero nada es perfecto: los domingos amanecemos en el living, ¡imposible dormir
con la algarabía que, de madrugada, se escapa del armario!
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