martes, 30 de octubre de 2012

Mojar la mano



No sé lo que es un cuento. Un cuento me parece lo más fino y personal y lo menos manchado que puede hacer un escritor. Quiero decir finura literaria y, cuando hablo de manchado, me refiero a manchas de conciencia. El cuento es sincero siempre hasta resultar fantástico y descabellado y apura la verdad tanto que resulta pueril. Es esforzado, ya antes de nacer, porque busca al niño en el hombre ―por eso muchas veces se pierde―, y tan generoso que sólo pretende, a veces, hacer reír a su papá. El cuento no es necesariamente risueño, pero guarda siempre algo de risa, aunque sea dentro de una lágrima. Si no existiera Dios, habría que inventar un dios para los cuentos, porque son creyentes. El cuento ―que nos hace meditar con suavidad y nos muestra el mundo como desde una vidriera policromada― camina con soltura por el corazón y la metafísica. La realidad, en el cuento, se sirve de la fantasía para ser real más hondamente. Para decirnos lo que él cree la verdad, miente todo lo posible, como el amor. El cuento es tan sorprendente que hasta puede no ser así. Pero creo de verdad que el escritor que hace un buen cuento moja su mano en agua bendita y se limpia de pecados veniales.
Medardo Fraile
Cuentos con algún amor
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jueves, 25 de octubre de 2012

Gajes del oficio



METÍ al fantasma en prisión por carecer de papeles para andar asustando. El pobre era tan viejo que le ahorré los grilletes a cambio de que no se fugase a través de las paredes. Esa misma noche me avisaron de la comisaría que Lady Macbeth estaba indignadísima: el fantasma había vuelto al castillo. «Ya va a ver ese mentiroso cuando le ponga las manos encima», refunfuñé mientras abandonaba el lecho.
Por desgracia, dado que los sonámbulos suelen esfumarse para siempre, tuve que negarme a despertar al fantasma y aceptar calmadamente la serie de epítetos que me endosó la dama.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Entrecruzamientos



SOBRE un atril reposa un libro. Lo abro con parsimonia y recorro sus páginas en blanco. Al llegar a la última, un niño me pregunta si leí el libro. Me encojo de hombros y le digo que no. Entonces me despierto.
Ignoraba el significado de aquel sueño hasta esta noche en que el niño se me apareció en una fiesta en estado de vigilia. Tras abandonar el bullicio, me guía a través de varias habitaciones hasta una sala donde sobre un atril reposa un libro. Lo abro y rememoro la historia de mi vida, incluido lo del triste final.
El niño, con cara del deber cumplido, me pregunta si esta vez leí el libro. Me encojo de hombros y le digo que no. Entonces se despierta.
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Los fallos debidamente fundados escasean, por eso les comparto el pormenorizado análisis que sobre el presente texto efectuó el narrador Félix Amador-Gálvez al seleccionarlo como ganador del pasado mes de septiembre en Ficticia:
“Entrecruzamientos”, con su ambiente gótico y misterioso, aúna toda una serie de elementos literarios que lo hacen valioso. En primer lugar, la narración en primera persona, tan característica del género de terror, sumerge al lector en la psicología del personaje, contagiándole sus sensaciones e incluso sus miedos. En la acción, el mismo acto de abrir el libro provoca un aura de misterio. La elipsis, al omitir el contenido del mismo, que no se desvela en un principio al lector, aumenta este misterio. Cuando el personaje despierta se presume la calma. El punto y aparte es un respiro. Sin embargo, el sueño persigue al personaje hasta la realidad, un elemento clásico que recuerda a Poe y que no por clásico deja de ser inquietante. Las contradicciones (cuando lee y niega haberlo hecho) aumentan la textura, provocando incertidumbres, tanto en los hechos narrados como en la honradez narrativa del protagonista. El final inesperado, el sueño dentro de otro sueño, aun más cuando es otro el que sueña, redondean una inquietante y bien construida narración.
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domingo, 14 de octubre de 2012

Sobre los cuentos de hadas



Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas ―que, por cierto, no fueron escritos para niños, sino que obedecen a una tradición oral, afortunadamente recogida por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España, donde tanta falta hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado “el tercer hermano Grimm"―, me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no sólo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntarnos por qué los niños leen poco? Yo recuerdo aquellos días en Sitges, hace años, cuando algunas tardes de otoño venía a mi casa un tropel de niños y, junto al fuego ―como está mandado―, oían embelesados repetir por enésima vez las palabras mágicas: “Érase una vez...”. Y habían dejado la televisión para escucharlas.
Ana María Matute
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lunes, 8 de octubre de 2012

Lo que más me preocupa



UN RUIDO SINGULAR me interrumpió la lectura del periódico. «Ese debe ser Míster Tibbs haciendo otra de las suyas», pensé, y, al instante, el susodicho entró volando mediante un mecanismo a hélice adosado sobre su lomo. Un par de botellas de licor, la araña del techo y el jarrón chino que me obsequió Isabel fueron víctimas de su recorrido antes de que se estrellase contra mi cabeza. Al volver en mí lo senté en su sillón favorito y, arrugando el entrecejo, le dije: «Tenemos que hablar». Así supe que sus peligrosos artilugios los sacaba de un libro. Al principio se negó a enseñármelo, pero la amenaza de dejarlo sin leche por un mes surtió efecto. Leí en voz alta su título «Invenciones para mejorar la vida de los gatos» y comprobé sorprendido que todas sus páginas estaban en blanco.
—Lo escribió mi abuelo hace una pila de años —exclamó con una sonrisa de oreja a oreja—. Como ustedes los humanos no son de fiar, y ya lo enuncia el dicho «gato prevenido vale por dos», al viejo se le ocurrió usar una tinta solo visible a los ojos de mis congéneres.
Lo más extraño fue que, cuando comenzaba a referirle el asunto a Isabel, ella me interrumpió:
―Querido, dejá de preocuparte: he pispiado el libro en secreto y ninguno de los artefactos pasa de ser un mero juguete inofensivo.
La verdad que ahora no es eso lo que me preocupa.

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jueves, 4 de octubre de 2012

La Microbiblioteca, antología



Hace pocos días, La Microbiblioteca efectuó la entrega de premios correspondientes al concurso que organizara desde octubre de 2011 hasta mayo de 2012. Ahora dicha institución acaba de publicar una antología (en papel y online) que contiene la totalidad de los textos ganadores y finalistas. Tengo la fortuna de que entre estos últimos figuren dos micros de mi autoría: «Un elefante sobre la cabeza» y «El vaso de leche».
Si las matemáticas no me fallan, el volumen reúne 69 textos pertenecientes a alrededor de 40 autores que constituyen una muestra interesante de lo que, quizás, ya podría llamarse la nueva ola de microrrelatistas (aunque se echan de menos muchos nombres, por supuesto).
Desde aquí felicito y dejo manifiesta mi alegría de compartir páginas con tantos amigos y conocidos como Mar Horno (ganadora de la categoría castellano con su soberbio «Los suicidas»), Susana Camps, Víctor Lorenzo, Esteban Dublín, Marina de la Fuente, Mónica Brasca, David Moreno, y un largo etcétera.
Queda hecha, pues, la invitación para que degusten la antología; no sin antes recordarles que La Microbiblioteca ya ha lanzado la II edición de su concurso. Suerte para todos.

lunes, 1 de octubre de 2012

Detenidos



CUANDO el recluso acaba el almuerzo y hace a un lado la bandeja descubre que el guardia olvidó la llave de la celda sobre una mesilla cercana. Al instante se para junto a la reja y estira el brazo sin fortuna. Camina de un lado a otro, se rasca la cabeza, sonríe. Luego se quita el cinto, dobla un tenedor por la mitad formando una V, y, mientras lo ata con un retazo de sábana a la hebilla, mira la hora en el reloj de pared: las 12:23. Faltan 7 minutos para que el guardia regrese por la bandeja. Arroja el cinto una, dos, tres veces, hasta que finalmente el tenedor se acopla a la pata de la mesilla. Con rapidez la aproxima y toma las llaves y abre la reja y corre y sale del recinto. Una luz imprevista y tórrida lo enceguece. A poco, con las manos en visera, contempla un desierto liso como un mosaico que se prolonga sin término. Lo único que se le ocurre es volver sobre sus pasos. Pero al llegar a la celda se encuentra con que la puerta está cerrada y la llave no sirve. Mira la hora: las 12:29. Ríe y se sienta a esperar.
Tras varios días, y sin apartar la vista del reloj, lo habita la pavorosa sensación de que ese minuto que resta no tiene ningún apuro en transcurrir.
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